Imagen subida de la red
Con
los pies descalzos paseo por la playa y de vez en cuando me inclino para
recoger una concha que pasa a formar parte de la colección que se amontona en
la cesta que agarro con la mano. La brisa me golpea el rostro y el pelo revolotea
igual que una mariposa alrededor de mi cráneo. No pienso en nada, solo siento.
Disfruto de las olas que golpean mis tobillos, de la sensación que cada paso
produce en mis pies al hundirse en la arena mojada y de los últimos rayos de
sol que rozan mi piel. Empieza a inclinarse la tarde y se acerca el momento que
espero y que culminará el día. La puesta de sol ya se asoma encima del
tranquilo océano y sin pensarlo un momento, me siento en la cálida arena que me
abriga y me da la fuerza para mantenerme quieta y contemplar la estampa que
tengo delante. Una nube se posa a la derecha del rojo sol contagiando sus tonos
dorados/rojizos, tal que si se avergonzara al ocultar parte de tan majestuosa
belleza.
Poco
a poco y avanzando el ocaso, el sol se abraza al océano permitiendo que este
acune al rey del día y puedo percibir la nana que le canta, cuando las olas van
y vienen de forma delicada, para que la cuna le relaje y duerma con la misma
delicadeza que le despierta mañana tras mañana.
Cuando
ya decido volver a casa porque la luz se ha perdido casi totalmente, me levanto
y vuelvo recordando el momento vivido.
En
el camino a casa, presiento que alguien me está siguiendo. No me atrevo a dar
la vuelta y observar, pero me detengo un segundo para escuchar mejor. Los pasos que me persiguen no los escucho y
apresuro mi caminar. El corazón quiere subirse a mi garganta y salir por la
boca, mis sienes pretenden estallar y empiezo a sudar de manera exagerada. Al
llegar a la altura del bar de Paco, entro y pido un refresco. Ahora si me
permito mirar a la puerta por donde he entrado. Nadie entra tras de mí, ni pasa
de largo. Intento serenarme cuando siento que alguien a mi espalda toca mi
hombro. El grito que sale de mi boca, desplaza las miradas de los parroquianos
sentados en las mesas, hacía mi persona. Me vuelvo y mi primo Julián me dice:
Marta, me ha costado cogerte, qué prisa llevabas o ¿es que te has asustado? Lo
siento si ha sido así, pero nunca creí que tú, la chica valiente de la
pandilla, la pelirroja que no amilanaba ni al gamberro más gamberro, pudiera asustarse
de buenas a primeras o ¿es que ya no eres la misma?
─No
Julián, ya no soy esa chica ─le respondo─. ¿Por dónde has entrado? ¿Esto qué
es, una venganza de cuando éramos niños? Ya soy una mujer y por desgracia ahora
no vamos tan seguras por ciertos sitios. Cuánto me gustaría ser la
Pipicazalargas como me apodasteis. Ya no solemos estar seguras las mujeres. Y
para colmo, hay a quienes les gustan fomentar ese miedo. Por muy valientes que
seamos e independientes, esa desazón se cuela sin darnos cuenta por los poros y
llega a los huesos.
Nani,
enero 2025
Imagino esa desazón metida bajo la piel.
ResponderEliminarCuesta mucho cambiar ciertas cosas.
Besos.
Ciertamente ese miedo sólo lo sentimos las mujeres, y eso no se podrá cambiar nunca... Tristemente
ResponderEliminarQué delicadamente narrado, Nani, y enmarcado por el océano sereno. Poner en el candelero un tema tan espinoso es muy difícil. Besos
ResponderEliminarEl miedo es libre y cuando se mete en el cuerpo no hay quien lo pare.
ResponderEliminarUna tarde preciosa se pudo convertir en algo peor. Ya podría el primo haberla llamado en voz y en vez de perseguir sin decir ni mu. Un besote .