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Estoy
en esa edad de hacer balance y no merece engañarse, sorprender, ni
sorprenderme.
He
hecho muchas cosas en mi vida y otras no las he hecho y son las que lamento.
Esas me arañan el alma, yo que tan seguro estaba y que creía que todo lo hacía
casi perfecto. Creo que mi trabajo lo hice bien, he tenido muy buenos amigos que,
por cierto, ya van quedado pocos y el resto vamos preparando el petate.
Fui
un chico feliz, vivaracho y alegre. Jugaba como un loco con los amigos, pero lo
que más me gustaba era salir con padre y mis hermanos al campo, aunque Jaime
prefería quedarse en casa con madre y mis hermanas. A él le gustaba estar con
ellas, compartir tareas y tanto padre como yo llegamos alguna vez a ofenderle,
al decir que esas eran cosas de chicas. Hoy lo lamento porque se entristeció
mucho. Al pasar la adolescencia se fue de casa, no supimos comprenderlo. Tuvo
una pareja y nos dijeron que fue muy feliz, pero cuando quise entender algo, se
había marchado para siempre. A las chicas y a madre tampoco las entendí. Padre
siempre decía que ellas debían estar en casa, que así había sido siempre y así
lo hice con mi querida Julia. La quise como a nadie y fuimos muy felices, o eso
creí. Tuvimos dos varones y una chica. Estoy contento de que salieran buenos
niños, pero me entristece reconocer que seguí los pasos de padre. En casa las
mujeres trajinaban y mi Julia con su cariño y paciencia siempre les enseñó el valor
del respeto y del buen hacer, pero conforme la chica crecía, se me iba
revelando y diciendo que no era la vida como yo la daba por hecho. ¡Podía
volver a casa a la hora que me venía en gana, (es bien sabido que la mayoría de
las veces era por el trabajo), pero si encartaba una cerveza o una salida con
los compañeros, no la cuestionaba; eran cosas de hombres!
Así
fue pasando el tiempo y un día al llegar a casa me di de bruces con una
jovencita de dieciséis años que le decía a su madre que no debía permitir por
más tiempo que su padre la ignorara. Que diera por hecho que su obligación era
estar en casa criando niños, limpiando zapatos, planchado camisas y sirviendo
al señor. Me dolió esa afirmación porque brotaba con rabia de la boca de mi
chica y mientras, mi Julia callaba y se tragaba las lágrimas que acabaron por
inundarle el rostro.
La
vida continuó y yo seguí haciendo las cosas que acostumbraba. A veces llevaba a
Julia a cenar, salíamos con los amigos, pero ella cada día estaba más triste y
poco a poco, dijo que no estaba a gusto con las reuniones y que me fuera yo.
Nunca me cuestioné que eran mis amigos y no los de ella. Nunca me planteé que
le imponía las amistades. Las suyas las fue perdiendo con el transcurso del
tiempo, por sus quehaceres y a veces, hasta mis prejuicios. Ella seguía con su
vida. ¿Su triste vida? Así lo veo ahora, pero entonces todo era normal para mí.
Los chicos crecieron, terminaron sus estudios y se fueron a vivir al
extranjero. La chica también estudió, conoció a un buen chico con el que se
casó y pasados dos años tuvieron mellizos. ¡Fue tan distinto tanto el embarazo
de mi hija como luego la sensación de ser abuelo! El miedo y la preocupación que
sentí por mi niña, no la tuve con su madre. Mi Julia era una mujer valiente y
todo estaba dado por bueno y fue entonces, cuando me planteé que esos temores
también los debí tener por esa mujer que me dejaba en casa y que simulaba ser
valiente, que se tragaba las lágrimas cuando me necesitaba, cuando tenía miedo,
cuando se sentía sola y, sobre todo, cuando día tras día crio a esos hijos casi
sola. Hoy sé que todo era así por norma y que, si pensabas otra cosa, salían a
relucir los prejuicios y la certeza de mantener la compostura del cabeza de
familia; era lo acertado, o del macho por así decirlo. Era lo que vimos, lo que
nos enseñaron y no podías plantearte otra cosa y si lo hacías, podías quedar
como “calzonazos” y entonces, me tapaba los ojos y los oídos. Ni me planteaba
compartir las tareas, la educación y hasta los temores; los de ella y los míos
que también los hubo. A veces se colaba esta certeza en mi alma porque idiota
no soy, pero era más cómodo seguir los cánones establecidos, continuar las
rutinas y dejar pasar el tiempo. Así todo fue transcurriendo hasta que nacieron
esas dos criaturas que, para más inri, fueron nenas y la causa por la que me di
cuenta de lo que había perdido y, lo que hice perder a mi dulce Julia. Tuve que
ver a mi hija sufrir por un mal embarazo para comprender que a ella le paso
otro tanto y por tres veces; sola, con miedo y con mucho trabajo porque eran
tres criaturas de las que se hizo cargo. Tuvo que parir mi hija para que me
diera cuenta que los puntos de una cesárea duelen, que las noches se pasan en
blanco y se deben compartir y tuve que tener en brazos a esas dos niñas para
saber que los hijos son de dos, la casa es de dos y que cuando van creciendo la
educación es de dos y por esa misma razón, cuando por entonces aquellos amigos
me dijeron que me estaba amariconando les dije ¡tarde ya!, que se callaban o
les partía la cara, porque si me avergüenzo de algo, es de haber sido un
egoísta y no haber dado mi hombro a esa mujer que me lo dio todo porque así lo
quiso, aunque no supe corresponder como un hombre que piensa, siente y es leal
a sí mismo.
Relato publicado en el número 43 de la revista Pansélinos, correspondiente al mes de agosto. Podéis descargarla aquí.
Nani, agosto 2025
👏👏👏👏Nani me ha encantado, me he metido dentro de los sentimientos de ese hombre, que como muchos de cierta generación y algunos de ésta, abanderaron el machismo por qué era lo que les habían enseñado o porque estaban cómodos con ello. Bravo que se diera cuenta aunque fuera tarde. Has plasmado muy bien este tema del que tanto hemos hablado. Eres una artista prima!!
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