miércoles, 16 de octubre de 2019

RAMIRO



Fui una niña feliz, con muchas carencias como casi todo el mundo que vivía en el medio rural en aquella época, pero feliz y querida. Debía ayudar en las tareas antes de ir al colegio sobre todo. Vigilar a los animales del establo, ponerles agua y comida hasta que papá y mamá terminaban las tareas del campo y entonces les tocaba a ellos arreglar las zahúrdas de los animales, limpiar a fondo y si era necesario, añadir pan duro, trigo, mondas y todo lo preciso para su crianza y por último,  visitaba a mi compañero de juegos y de vida. Ramiro era el burro que acompañaba a mi padre a la ciudad, cuando llevaba los huevos de las gallinas al mercado, el queso de cabra y las aceitunas aliñás que las señoras del pueblo encargaban. A cambio volvía con las alforjas de Ramiro llenas de telas que mamá convertía en camisas y vestidos, delantales y manteles para la mesa de la cocina, algún pescado en salazón y a  veces, un caramelo o cualquier regaliz que le regalaba D. Vicente el farmacéutico, cuando dejaba algunos de los encargos de su señora.
Cuando cumplí los ocho años y Ramiro empezó a ponerse viejito, papá decidió ir a la ciudad con Baldomero, el caballo pecherón que le ayudaba en las tareas del campo y a Ramiro lo dejó en casa para que fuera el compañero de juegos de mis hermanos y mío, aunque fui yo la que le disfruté  hasta el día de su partida. Cuando salía del colegio me lo llevaba hasta el arroyo cristalino y cuando se veía reflejado en alguna charca, pateaba el agua como si reconociera algún hermano y al final, terminaba bañado y yo con él. Le encantaba que nos adentráramos en los campos de amapolas. Las olía, las besaba y las acariciaba con sus enormes orejas. A veces en la hierba fresca de verano, nos tumbábamos y las siestas eran nuestra más reconfortante tarea. Yo posaba mi cabeza en la suya y otras en su barriga. Leía en voz alta para que me escuchara. Sabía que mis cuentos le gustaban tanto como a mí, después fueron los libros e incluso las ecuaciones; si no era a su lado no conseguía resorberlas. Papá y mis hermanos me decían para hacerme rabiar, que se  me iban a poner las orejas de burro, pero nunca me enfadé por ello y aunque no sabía cómo responderles, hoy les diría que a mucha honra si así hubiera sucedido. Ramiro me enseñó a ser paciente, cariñosa, agradecida y sobre todo a abrazar; con él empecé y seguí toda mi vida abrazando y hoy cuando vuelvo a hacerlo, no puedo por menos ver a Ramiro agradecido (nunca sumiso como dicen que son algunos animales que viven junto a nosotros) e incluso, pude observar como lloraba cuando nos dolió algo cercano. Nunca olvidaré sus últimas lágrimas. Sé que le apenaba irse para siempre y dejarme sin su compañía, sin su dulce, suave  y mullida almohada, que fue la que me hizo saber del amor y de la gratitud.


#hiatoriasdeanimales


Nani. Octubre 2019