Cuando
hago mi ruta matutina, siempre suelo recorrer el mismo camino. Salgo de casa,
voy hacía la salida del pueblo y allí, casi siempre las nubes me hablan, ¡claro
está, el día que hay nubes! Veo figuras y muchas veces, son personajes de los
cuentos que leía cuando era un niño. Es la manera de hacer mi recorrido más
ameno, ya que a veces me resulta pesado. Cuando me acompañaba mi hermana todo
lo hacía más divertido, pero desde que ella se fue a la ciudad, este recorrido
se me hace pesado, aunque hoy ha sido distinto. Cuando llegué al sendero de las
alamedas, se levantó una ligera brisilla y en lugar de hablar las nubes, lo
hacían los árboles que se juntaban unos a otros, se susurraban y se saludaban,
dando la apariencia de seres gigantescos que se abrazaban. En un momento, me
pareció ver al gigante de la sabiduría. A la sabía del bosque embrujado y a la mismísima
hechicera azteca Malinalxóchitl (Hierba torcida). Entonces recordé lo que me
pasaba siempre que tenía amígdalas cuando era pequeño. En casa las paredes
estaban encaladas con cal a la que se le añadía color ocre para modernizar un
poco las habitaciones, pero como eran casas antiguas y muy húmedas, la cal se
desprendía y aparecían los famosos desconchones que tanto agobiaban a madre.
Entonces en aquellos momentos que la fiebre subía, podía distinguir en aquellas
paredes a la hada madrina de los cuentos que sobre la cama conseguía madre
traer de la biblioteca, para distraer mi enfermedad. También podía distinguir al
famoso Mikey con su nariz enorme a Dumbo
con sus orejotas voladoras y hasta al tío del saco que por cierto me daba mucho
miedo y entonces no valían cuentos ni zarandajas. Cuando estaba en la pared y
mi fiebre subía, no había razones que apaciguaran mi llanto, si no eran los
brazos de madre y la caricia de una nana que solo ella sabía. Más tarde supe
que la inventó para darme sosiego en las noches de amígdalas inflamadas.
Nani.
Julio 2020