Cuando
era niña me encantaba que me hablara de esa manera, mientras jugaba en la
alfombra con mi colección de cromos, mis muñecas y ellos escuchaban aquellos
discos de vinilo, que con todo amor limpiaban con una gamuza amarilla cuando
los sacaban de la funda, para colocarlos en el pikú como llamaban a su
tocadiscos y más tarde, repetían el ritual antes de volverlos a introducir.
Se
embelesaban con sus bandas sonoras o canciones predilectas y sabía que era lo
que encontraría entre mis cabellos, según el tipo de melodía que escuchaban. Si
hacían sonar un vals, acariciaba mi pelo mientras expresaba que brillaba en
clave de Sol. Si eran pasodobles, bailaban y reían mientras apuntaba que
tuviera cuidado con las fusas y las corcheas que resbalaban en cascada por
entre mis bucles. Cuando eran sinfonías, música más lenta o lírico, mi pelo se
inundaba de silencios y a veces, cuando evocaban aquellos grupos de la época,
comentaban que las notas giraban en torno a mí, porque era toda melodía y fruto
de ella. Todo aquello no lo entendía de pequeña, pero me agradaba verlos
felices, contando historias en las que éramos los protagonistas alguno de
nosotros y siempre relacionados con la armonía musical.
Ahora
cuando escucho a los Bravos, Pekenikes, Miguel Ríos o alguna zarzuela, percibo
que por mi pelo bailan las corcheas, blancas, semifusas y hasta las redondas,
que, al mismo tiempo, me producen tal cosquilleo por todo el cuerpo, que me
embarga la emoción y la nostalgia. Sé que mi vida está repleta de bandas
sonoras, canciones y notas musicales. Las melodías y los pentagramas forman
parte de mi vida y no puedo dejar de pensar, que soy pura balada.