No reconocí al hombre que tenía frente al espejo, pero tampoco a la que decía ser mi esposa, ni al joven que la acompañaba. Solo recuerdo un golpe y un fuerte dolor de cabeza.
Mi destino no podía ser tan cruel, ni merecía haber perdido tanto tiempo. Por ese motivo cuando volví a mirarme, estrellé el florero sobre el cristal azogado.
Buscó en los concursos literarios para enviar su novela. Estaba cansado de mandarla a las editoriales. Estaba cansado de releerla, corregirla y ver siempre como mejorarla. Estaba cansado de evasivas, llamadas que no llegaban, promesas y palmaditas en la espalda.
Sabía que aquella novela era su obra cumbre. Se la debía a sus lectores y presentía que saldría a la luz, cuando él ya no estuviera. Se la debía a ellos y como último recurso la envió. Al mes siguiente recibió un e-mail donde le comunicaban que sería publicada pero que todos los derechos pertenecían a la editorial. Le recordaban que renunció a ellas cuando aceptó las bases del concurso.
Mientras miraba la pantalla del portátil, su cara se humedecía. La impotencia y la rabia se clavaron en su alma al recordar que no había leído las bases. Aunque algo merecía la pena. Los lectores tenían todo su respeto y él la escribió para ellos.