En varios kilómetros a la redonda ninguno supo decir su nombre. Es difícil de pronunciar y es por eso que los lugareños le llamamos “Señor”. Cuando llegó no sabía decir ni una sola palabra en nuestro idioma, a excepción de esa palabra con la que fue apodado. Cuando alguien se dirigía a él tanto daba que fuera hombre, niño o mujer, siempre contestaba con aquel acento extraño: ¿“Señor”? Y con ese apodo fue bautizado y así se le conoció en todos los lugares donde fue requerido y donde se ganó el sustento y la vida. Cuando llegó era un muchacho adolescente de piel tersa y brillante. La primera vez que le vimos estaba desfallecido y si no hubiera sido por el abuelo que le dejó estar en la cabaña de los aperos, no le hubiéramos disfrutado, ni hubiera jugado con los chicos del pueblo a los que enseñó a utilizar la piedra en sus juegos y al que todos ellos le conoce por ese nombre que no fue el suyo de nacimiento y sí, el que adoptó junto a todos nosotros.
”Señor” quiso quedarse y en un principio ayudó a todos, después trabajó duro y consiguió enviar dinero a casa, pero no quiso volver a pesar de quedársele impregnada en la mirada, toda la arena del desierto y el sufrimiento de su tierra.
En el pueblo fue el “Señor” que nos enseñó a respetar y el valor de la humildad y la educación aunque algún que otro adinerado creyeran que los “señores” eran ellos, pero tenía algo especial que le hacía diferente y todos lo supimos siempre. Jamás tuvo que decir nada para que todos entendiéramos que era él, el verdadero ser “especial” de la comarca al que ahora que ya era querido por todos y respetado hasta por los más arrogantes, le añoráramos al saber que volvía al lugar que nos lo envió.