De
chirriquitina viví en una ciudad pequeñita y montañosa, donde el acceso de
vehículos grandes era para ellos una osadía, arriesgándose a asomar por
aquellos andurriales, así que teníamos poca o ningunas probabilidades de
asistir a eventos o cosas importantes que en las grandes ciudades festejaban, o
se organizaban.
Una
gran fiesta para nosotros, era cuando en el mes de agosto y después de recoger
las mieses, bajábamos al pueblo al que nuestra pequeña pedanía pertenencia. En
esas fechas se celebraban las fiestas patronales y la feria que se montaban en una
gran explanada a las afueras de la ciudad. Normalmente, también había un circo
y el día que nos desplazábamos era un acontecimiento que celebrábamos toda la familia,
como lo más importante del año.
Padre,
la tarde anterior dejaba el carro impecable de pajas y restos de cereales, lo
fregaba y dejaba al raso para que se secara. Cuando nos despertábamos, todos
ayudábamos con la ilusión reflejada en la mirada y en los sentidos, deseando
comenzar la prometida salida.
Madre
habría preparado ya un contundente desayuno y padre colocado una manta vieja
sobre el carro, ya que allí debíamos subirnos todos. No era muy largo el
desplazamiento, pero sí muy laborioso, sobre todo para padre que debía conducir
con acierto por el angosto camino a Petra, que era la vieja mula que ayudaba en
las faenas y tiraba del carro, siendo en aquella ocasión mucho más delicada la
carga que llevaba, que la que acarreaban diariamente de la era hasta el pajar o
hasta el granero de casa.
Aquel
día salimos después del desayuno con nuestras mejores galas y mucha ilusión.
Sabíamos que alguna chuchería caería, algún sencillo juguete y un anillo para madre
en los puestos del serrín y, almorzaríamos en la taberna del Julio donde había
pescado fresco y frituras varias. Nos subirían a alguna atracción y a disfrutar
del día, que culminaba con un asiento en el palco del circo, donde jaleábamos a
los payasos, los malabaristas, trapecistas y todas las actuaciones. Aquel año
hubo unos chicos jóvenes vestidos de indios y otro de cowboys que bajaban y subían de sus caballos,
se lanzaban flechas encendidas, se disparaban balas que no les alcanzaban y
todo ello se ve que a mis hermanos los cautivo, porque a otro día después de
despertarnos muy tarde, ya que llegamos agotados, me pidieron que fuera a la
salida de casa donde había un árbol un poco seco. Ellos ya estaban preparados
con una cuerda para atarme y se disponían a probar su nuevo juguete; unas
flecas compradas el día anterior en la feria. La manzana en mi cabeza no se
estaba quieta, pero es que yo temblaba como las pocas hojas que tenía el árbol
donde me sujetaron. Las flechas no tenían puntas pero como era muy pequeña, yo
solo quería salir de allí y chillaba o lloraba llamando a madre. Recuerdo que una de
las flechas me dio en la cara y como tenía ventosa y mi cara estaba húmeda de
tanto llorar, allí se quedó clavada mientras ellos reían y se revolcaban como
unos puñeteros gusanos. Pasé un miedo infinito y lo que tan solo recuerdo después;
es a madre muy enfadada. Seguro que nos echó en falta y allá nos encontró; a
ellos hechos unos gamberros muertos de risa, yo una Magdalena sucia y pegajosa.
Aquel
día ellos se ganaron ir a ayudar a padre hasta en la hora de la siesta y yo,
que según madre me había dejado embaucar, a aprender a bordar y sin rechistar. El día no
estaba para mucha tertulia, así que callamos e hicimos lo que pudimos. Desde
luego por mi parte, no me salió bien ni el cordoncillo que comenzó a enseñarme.
Nani.
Marzo 2021