Sin pensarlo más se puso la cazadora y salió de la casa. Ya no había vuelta atrás. Aquella leyenda que tantas veces había escuchado a sus mayores y que la obsesionaba, hoy dejaría de ser leyenda para descubrir que ocultaba la colina y todo lo que escuchó primero siendo una niña y después a los lugareños cuando hablaban en la plaza y en la taberna. A su madre siempre le pidió una explicación y después a la tía-Candela (aquella mujer que todos temían porque según argumentaban, ocasionaba mal de ojo a quienes la miraban).
La tía-Candela nunca le dio miedo como al resto y fueron muchas las veces que fue a visitarla (siempre a escondidas de su familia) y otras tantas, las que hablaron del misterio de la colina. La buena mujer, siempre procuró encaminar la conversación por otros derroteros, hasta que conseguía hacerla persuadir y que olvidara el objetivo de su preocupación y su madre..., ella siempre hacía la señal de la cruz y le decía que ni pensara subir, ya que en aquella colina habitaba el diablo.
Estaba segura que allí había un misterio que todos más o menos ocultaban (siendo un secreto a voces, creía intuir), que no tenía nada que ver con el diablo, ni con el mal de ojo, ni con nada parecido. Una vez a los muchachos del pueblo siendo una chiquilla aún, les oyó comentar cuando pasó por delante de ellos, que lo que había en la colina era un tesoro guardado por un antepasado y que lo que se pretendía era asustar a todo humano, para que aquello siguiera allí hasta que alguien decidido fuera a buscarlo. En otra ocasión y siendo muy niña, había escuchado que unos chicos subieron y volvieron tan horrorizados que nunca más hablaron de lo allí encontrado.
Hoy ha decido que todo sea distinto. No espera más para ir al lugar soñado durante tanto tiempo. Lo ha planeado meticulosamente. La mochila con la manta, el chándal y las zapatillas, habían estado esperando en el fondo del armario desde hacía tres días. Las botellas de agua, metidas entre el rosal y la hiedra del jardín. Los bocadillos en el cajón inferior del congelador, envueltos en papel de aluminio para que fueran confundidos con el resto de congelados de mamá, de esta manera pasaban desapercibidos y después refrigerarían el agua y estos durarían al menos dos días en perfectas condiciones. Lo tenía todo calculado y esa mañana se levantó más ilusionada que nunca. La noche anterior dejó bien claro que tenía que madrugar para estudiar antes de ir a clase. Cuando llegó la hora prevista (debía coger un autobús que le llevara a la aldea), recogió todo lo que había preparado y se fue a la parada sin más. En cinco minutos escasos, se encontraba sentada en el asiento del vehículo público. Sabía que a esas horas tan tempranas poquito público la acompañaría y menos, conocidos que pudieran hacer preguntas, pero para hacer todo más creíble cogió un libro de texto y comenzó a simular que estudiaba, cosa impensable puesto que su mente volaba al camino que estaba deseando emprender. Cuando llegó a la penúltima parada antes de adentrarse en el bosquecillo, bajó haciendo creer que se quedaba en el pequeño pueblito, cargó a su espalda la mochila y el macuto con el avituallamiento y emprendió la ruta que se sabía de memoria por haberlo preguntando una y mil veces. Le dio frío, ya que estaba recién comenzada la primavera y el rocío de la noche aún mantenía el ambiente húmedo, pero con la caminata emprendida, se agradecía que el sol no se dejara caer con fuerza. Andados los primeros kilómetros, el terreno se hizo más angosto y sobraba la cazadora que se puso por la mañana. Hizo un descanso, dejó todo en el suelo, se quitó la prenda de abrigo, la lioteó y la metió en la mochila, bebió agua y prosiguió el ascenso con un nerviosismo que cada vez se acentuaba más, al saberse cerca de la meta. Pasó por medio de hileras de árboles frutales de los que arrancó alguna que otra pieza refrescando el paladar y cuando llevaba dos horas de camino, divisó en la cima de un montecito a la izquierda y aún lejana, una casita de piedra que disparó la adrenalina para que el resto de camino fuese más llevadero. No resultaba fácil andar por la vereda, puesto que se notaba que en todo el invierno nadie se había dignado pasar por allí. Después de un buen rato, se vio frente a un porche húmedo y descuidado. Dejó caer a sus pies la mochila y el macuto y se sentó en un escalón para recobrar el aliento y humedecer de nuevo la garganta con unos sorbos de agua. Volvió la mirada al camino por donde había llegado, y quedó sorprendida por la belleza del entorno, preguntándose como no vivía nadie en un paraje tan maravilloso. Cuando estuvo repuesta del todo, tanto de la caminata como de la impresionante belleza del entorno, subió los tres escalones que le llevaban a la entrada de la casa, golpeó con los nudillos la madera de la puerta y esperó. Al no obtener respuesta, giró el picaporte y este cedió con naturalidad. Empujo esta dando un paso al frente y encontrando una estancia de piedra con chimenea, bancos de madera alrededor de una enorme mesa del mismo material, un gran ventanal por donde se filtraban los rayos de sol y que daba a la parte lateral de la casa y al fondo, otra puerta de cuarterones entornada. Se adentró con sigilo mirando por todas partes y sólo encontró polvo, una mesa tallada de madera con un libro cerrado encima y un sillón también de madera a juego. Retiró con cuidado el polvo que cubría el libro y pudo leer el título tallado sobre la cubierta, con letras que debieron ser doradas en su día, quedando pensativa y sorprendida después de leer lo que allí se mostraba: “El libro del poder”. Cuando lo abrió más sobrecogida quedó al leer lo poquito impreso en la primera página: “Has encontrado el tesoro de la cabaña”. Pasó de nuevo la página y esta también contenía un texto bien escueto: “El que llega hasta aquí, además de descubrir un tesoro, aprenderá a hacer lo que le dicte el corazón, y según actúe de hoy en adelante, su vida tendrá un sentido u otro. De ti que estás leyendo y has llegado hasta aquí, depende lo que será tu vida”.
Salió de nuevo al porche, cogió el macuto, sacó de él un bocadillo y una botella de agua y se sentó en el primer escalón. Mientras comía, pensó en su madre y el miedo que le producía la cabaña. Nunca se atrevió a subir y se dejó llevar por los comentarios de los lugareños. Entendió a la tía-Candela y sus evasivas, ella sabía que llegaría a descubrir la verdad por sí misma. Supo porque algunos chicos se burlaban aunque nunca hacían comentarios, en el fondo respetaban lo que allí encontraron, pero también comprendió porque otros despreciaron lo que allí vieron, ya que no supieron descifrar el sentido de lo encontrado y la llegada hasta la casita, fue para ellos una frustración incomprensible.
La tía-Candela nunca le dio miedo como al resto y fueron muchas las veces que fue a visitarla (siempre a escondidas de su familia) y otras tantas, las que hablaron del misterio de la colina. La buena mujer, siempre procuró encaminar la conversación por otros derroteros, hasta que conseguía hacerla persuadir y que olvidara el objetivo de su preocupación y su madre..., ella siempre hacía la señal de la cruz y le decía que ni pensara subir, ya que en aquella colina habitaba el diablo.
Estaba segura que allí había un misterio que todos más o menos ocultaban (siendo un secreto a voces, creía intuir), que no tenía nada que ver con el diablo, ni con el mal de ojo, ni con nada parecido. Una vez a los muchachos del pueblo siendo una chiquilla aún, les oyó comentar cuando pasó por delante de ellos, que lo que había en la colina era un tesoro guardado por un antepasado y que lo que se pretendía era asustar a todo humano, para que aquello siguiera allí hasta que alguien decidido fuera a buscarlo. En otra ocasión y siendo muy niña, había escuchado que unos chicos subieron y volvieron tan horrorizados que nunca más hablaron de lo allí encontrado.
Hoy ha decido que todo sea distinto. No espera más para ir al lugar soñado durante tanto tiempo. Lo ha planeado meticulosamente. La mochila con la manta, el chándal y las zapatillas, habían estado esperando en el fondo del armario desde hacía tres días. Las botellas de agua, metidas entre el rosal y la hiedra del jardín. Los bocadillos en el cajón inferior del congelador, envueltos en papel de aluminio para que fueran confundidos con el resto de congelados de mamá, de esta manera pasaban desapercibidos y después refrigerarían el agua y estos durarían al menos dos días en perfectas condiciones. Lo tenía todo calculado y esa mañana se levantó más ilusionada que nunca. La noche anterior dejó bien claro que tenía que madrugar para estudiar antes de ir a clase. Cuando llegó la hora prevista (debía coger un autobús que le llevara a la aldea), recogió todo lo que había preparado y se fue a la parada sin más. En cinco minutos escasos, se encontraba sentada en el asiento del vehículo público. Sabía que a esas horas tan tempranas poquito público la acompañaría y menos, conocidos que pudieran hacer preguntas, pero para hacer todo más creíble cogió un libro de texto y comenzó a simular que estudiaba, cosa impensable puesto que su mente volaba al camino que estaba deseando emprender. Cuando llegó a la penúltima parada antes de adentrarse en el bosquecillo, bajó haciendo creer que se quedaba en el pequeño pueblito, cargó a su espalda la mochila y el macuto con el avituallamiento y emprendió la ruta que se sabía de memoria por haberlo preguntando una y mil veces. Le dio frío, ya que estaba recién comenzada la primavera y el rocío de la noche aún mantenía el ambiente húmedo, pero con la caminata emprendida, se agradecía que el sol no se dejara caer con fuerza. Andados los primeros kilómetros, el terreno se hizo más angosto y sobraba la cazadora que se puso por la mañana. Hizo un descanso, dejó todo en el suelo, se quitó la prenda de abrigo, la lioteó y la metió en la mochila, bebió agua y prosiguió el ascenso con un nerviosismo que cada vez se acentuaba más, al saberse cerca de la meta. Pasó por medio de hileras de árboles frutales de los que arrancó alguna que otra pieza refrescando el paladar y cuando llevaba dos horas de camino, divisó en la cima de un montecito a la izquierda y aún lejana, una casita de piedra que disparó la adrenalina para que el resto de camino fuese más llevadero. No resultaba fácil andar por la vereda, puesto que se notaba que en todo el invierno nadie se había dignado pasar por allí. Después de un buen rato, se vio frente a un porche húmedo y descuidado. Dejó caer a sus pies la mochila y el macuto y se sentó en un escalón para recobrar el aliento y humedecer de nuevo la garganta con unos sorbos de agua. Volvió la mirada al camino por donde había llegado, y quedó sorprendida por la belleza del entorno, preguntándose como no vivía nadie en un paraje tan maravilloso. Cuando estuvo repuesta del todo, tanto de la caminata como de la impresionante belleza del entorno, subió los tres escalones que le llevaban a la entrada de la casa, golpeó con los nudillos la madera de la puerta y esperó. Al no obtener respuesta, giró el picaporte y este cedió con naturalidad. Empujo esta dando un paso al frente y encontrando una estancia de piedra con chimenea, bancos de madera alrededor de una enorme mesa del mismo material, un gran ventanal por donde se filtraban los rayos de sol y que daba a la parte lateral de la casa y al fondo, otra puerta de cuarterones entornada. Se adentró con sigilo mirando por todas partes y sólo encontró polvo, una mesa tallada de madera con un libro cerrado encima y un sillón también de madera a juego. Retiró con cuidado el polvo que cubría el libro y pudo leer el título tallado sobre la cubierta, con letras que debieron ser doradas en su día, quedando pensativa y sorprendida después de leer lo que allí se mostraba: “El libro del poder”. Cuando lo abrió más sobrecogida quedó al leer lo poquito impreso en la primera página: “Has encontrado el tesoro de la cabaña”. Pasó de nuevo la página y esta también contenía un texto bien escueto: “El que llega hasta aquí, además de descubrir un tesoro, aprenderá a hacer lo que le dicte el corazón, y según actúe de hoy en adelante, su vida tendrá un sentido u otro. De ti que estás leyendo y has llegado hasta aquí, depende lo que será tu vida”.
Salió de nuevo al porche, cogió el macuto, sacó de él un bocadillo y una botella de agua y se sentó en el primer escalón. Mientras comía, pensó en su madre y el miedo que le producía la cabaña. Nunca se atrevió a subir y se dejó llevar por los comentarios de los lugareños. Entendió a la tía-Candela y sus evasivas, ella sabía que llegaría a descubrir la verdad por sí misma. Supo porque algunos chicos se burlaban aunque nunca hacían comentarios, en el fondo respetaban lo que allí encontraron, pero también comprendió porque otros despreciaron lo que allí vieron, ya que no supieron descifrar el sentido de lo encontrado y la llegada hasta la casita, fue para ellos una frustración incomprensible.
Nani. Febrero 2008.