Foto de Martin Parr.
Hace
ya bastante tiempo, allá por los años de la Polca, mi padre compró de segunda
mano un Seat 600 color rojo tomate (Tomatito lo apodó) y cuando se acercaba el final
de curso de aquel año, a la hora de la cena nos anunció a toda la familia, que
en el mes de julio y por primera vez, tendríamos unas pequeñas vacaciones en la
playa más cercana. Nos puso sobre la mesa el contrato firmado de un pequeño
apartamento, al que deberíamos llevar la olla exprés, las legumbres para hacer
el almuerzo, el aceite y todo lo que necesitábamos, para que no hubiera que
adquirid en la costa, sino el pescado y las costillas para el día que tocara
estofado, ya que era sabido lo caro que era todo en lugares de vacaciones. Dentro de nuestro Tomatito, deberíamos además
cargar las sábanas, toallas y toda la ropa de cinco personas, que éramos los
que nos acoplamos en aquel minúsculo coche y que, en momentos como aquel, parecía
mucho más pequeño aún y, que mis padres cargaron de tal manera, que no quedara
un hueco sin aprovechar. Entre las piernas de mi hermana pequeña, como no le
llegaban al suelo, iban los zapatos de los domingos para salir de paseo e ir a
misa y la damajuana con los encurtidos, que mi padre no sabía comerse un potaje
sin ellos. Casi no quedó un hueco libre ni para estirar las piernas. En la baca
y bien sujetas con ligaduras que se trajo de casa Facundo, colocó las dos
maletas con la ropa. Estaban tan bien atadas que ni un huracán hubieran podido
con ellas. En el maletero, colocó la olla y dentro de ella, las pesas y tres
talegas con distintas legumbres. La caja con lo tomates verdes, para que se
fueran madurando y toda la fruta que pudo recoger en la huerta del abuelo, ¡que
no quería que pasáramos hambre!, ─decía. No olvidamos el resto de ropa de cama
y toallas para la playa, y hasta pudo colocar por supuesto, la nevera azul con
tapa blanca (dentro metió el transistor que no podía quedarse atrás para escuchar
el parte y mi madre el final de la novela que ponían en Radio Madrid y su
cadena de emisoras), las silletas de lona y la pequeña mesa plegable y todo lo
que mi madre consideró que podía necesitar si alguno de nosotros, nos desollábamos
una rodilla o había que poner una rodillera en el pantalón roto.
Comenzamos
nuestro viaje bien tempranito, ya que iríamos primero a un balneario a pasar la
primera mañana. Bebiéramos las distintas aguas minerales del manantial con gas
y sin gas (así las llamaban ellos), ahora se describen de manera más científica,
indicando cuales de ellas son más digestivas, diuréticas o aptas para el
cálculo renal.
Llegando
al lugar del balneario, el seiscientos se calentó y tuvimos que bajarnos. Empujarlo
para apartarlo y buscar un lugar para poder coger un poco de agua, ya que
echaba humo y olía a demonios encendidos, peligrando nuestras vacaciones y
barruntándose el que nos dejara a todos tirados en aquella abrupta carretera
que empezaba a oler a aguas termales. Al cabo del tiempo y con el capó subido
para que se enfriara lo máximo posible, pasó un alma caritativa que nos proporcionó
el líquido para que pudiéramos continuar con nuestro viaje. Todos al ver el
agua la queríamos, pero en ese momento dijo papá que era el coche el que la
necesitaba, que cuando llegáramos a nuestro destino, nos íbamos a poner tibios
de agua con gas y sin gas, así que todos callamos y esperamos a que nuestro vehículo
estuviera disponible.
Pasamos
un par de horas sentados al sol de la mañana (gracias a que madrugamos y no nos
cogió el mediodía), y cuando papá lo creyó prudente, todos nos acomodamos de
nuevo y continuó el ascenso hacia nuestro primer destino.
Cuando
llegamos saciamos nuestra sed, pero del grifo de la que más se parecía al agua
de casa, las espectaculares no nos gustaron. Mientras, mamá nos buscó los
bañadores y en la piscina pública nos dimos nuestro primer chapuzón. Cuando
salimos, teníamos preparados un buen bocadillo de mortadela de aceitunas que
era la más perecedera (el chorizo y el salchichón aguantaban más), comimos y con
el cuerpo refrescado de nuevo, volvimos a nuestro Tomatito, llegando a la playa
para la hora de la cena. De nuevo comimos otro bocadillo esta vez de atún en
aceite, hicimos las camas, nos duchamos y no tardamos en quedar todos friticos
en nuestras camas. No sin antes ayudar a mamá a colocar las cosas en la cocina,
dormitorios, aseo y ella, dejando en agua las legumbres para a otro día y antes
de irnos a la playa, dejar el potaje hecho, para tan solo calentar a la vuelta.
¡Nos
esperaba el primer día de playa, donde iríamos con nuestras silletas, nevera,
transistor, paraguas y toallas! Una buena caminata que a la vuelta se hacía
infinita, por el cansancio de haber peleado con todas las olas que se nos
pusieron por delante y por el hambre que llevábamos. ¡Nos hubiéramos comido no
solo el potaje, sino hasta a un mono con erisipela y todo!
Nani.
Julio 2022