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Asistía
a la feria del libro. Firmaba mi autor preferido. Había adquirido el ejemplar
de la última publicación de dicho autor y me hacía una ilusión grande, hablar
con él y me firmara. Tendría un recuerdo personal de la persona que más me
hace sentir e ilusionarme ante unas hojas como otras tantas, pero con el toque
personal de un autor inigualable, al menos para mí.
Llovía
a cántaros y esperaba bajo mi paraguas al final de la cola. No me importaba que
la lluvia movida por el viento, mojara mis bonitas medias y los botines recién
estrenados.
Las
horas pasaban y el tiempo se hacía eterno a los que esperábamos. De buenas a
primeras, empezó a tronar y los relámpagos impresionaban aún más, cuando me
tocó pasar a la firma.
Al
tener frente a mí al respetado y admirado autor, no me salía palabra alguna,
ni siquiera para saludar. Creo que me preguntó cual era mi nombre, pero atónita
como estaba, no acertaba a decir que me llamaba Lucía. Creí olvidar hasta mi nombre por unos
momentos. Después le contesté y a duras penas, le conté que disfrutaba
mucho con sus libros. Me firmó el ejemplar que llevaba, me dio un fuerte
apretón de manos y cuando me disponía a darme la vuelta, me llamó por mi
nombre. Me quedé paralizada y el corazón quería salirme por la boca. Me paré en seco y con la mirada le
interrogué. Me dijo que una chica tan joven como yo, como era posible que leyera
a un autor tan mayor como él, en lugar de estar escuchando a los grupos de
reguetón tan actuales hoy en día. Le contesté que siempre había escuchado en
casa música instrumental, clásica y muchos boleros, así como la música de los 60,
por lo tanto, no me llamaba demasiado la música actual. Que mientras leía, me
había acostumbrado a escuchar la música que mis padres siempre ponían en el
tocadiscos, que para ellos era su mejor joya y por lo tanto, también para mí.
Cuando terminé, me pidió que me sentara de nuevo en la silla que había para los que íbamos a pedir su firma, retiró unos libros de una torreta que tenía de tomos sobre una mesita auxiliar y me preguntó cuales no había leído. Le contesté que todos los que allí me mostraba, ya que mis padres fueron también lectores asiduos de sus escritos. Entonces me ofreció un bono para que retirara en una librería que había por allí cerca, los libros que deseara adquirir. Me entregó también su tarjeta personal, con su número de teléfono y me pidió que le llamara cuando me apeteciera. Por último, me dijo, que había sido el sol que había entrado en la caseta de firmas y siempre pedía llegara en algún momento, ya que últimamente solo percibía el desmesurado consumo y no, el placer que puede proporcionar la literatura, fuera suya o de otra persona.
Le di miles gracias y me despedí más contenta que unas castañuelas.
Esta
vez, cuando le ofrecí de nuevo mi mano para estrechar la suya, me pidió permiso
para darme un par de besos y pude percibir su perfume. Olía lo mismo que los
libros recién salidos de la imprenta y al sublime perfume que da la madurez y
la inteligencia.
Nani. Junio 2023