Dejó la cocina patas arriba. No podía continuar en aquel ambiente. Todos comían, reían, hablaban y ella, traía bandejas de canapés, ensaladillas, vasos, bebidas y más llevar, más pedir, más... Nadie la echaba en falta, hasta que cansada se sentó en un taburete de la cocina, con los codos apoyados en la pequeña barra.
De pronto, la voz de su marido la saca del ensimismamiento: "Pero María, ¿es que estás dormida?, te estamos pidiendo más canapés, las bandejas están vacías. Que te estoy hablando, despierta".
Ella le mira casi en sueños. No está equivocado, dormida no, pero sí soñando, porque de lo contrario..., ¿quién aguantaría todo esto?
Se levanta del taburete y sale delante de él.
El marido sigue gritando: "¿Adonde vas, pero que haces, estás loca?".
Ella pasa entre los invitados de su marido, entra en el dormitorio y al instante, sale con un abrigo de paño algo deslucido y anticuado. Coge el bolso que tiene colgado en el perchero de la entrada, dejando a su marido perplejo. Abre la puerta y desaparece, después de dar un fuerte tirón con decisión.
Se encamina, como casi siempre que necesita respirar, hacía el castillo árabe. Allí, se siente libre, el aire le golpea la cara, la ropa, todo su cuerpo y nota, que se limpia de tanta falsedad, de tanta burguesía, de tanta diplomacia, de tanto… y, ¿para qué?, se pregunta. Ya está bien de ser servidora, ya está bien de ser..., aquí soy la princesa de este castillo, aquí soy "Cava la Sultana".
Se dirige a una pared cubierta de hiedra. La aparta y aparece la entrada de una cueva. Tan solo ella sabe de dicha entrada y de la existencia de la mencionada cueva.
Su padre había sido guarda del entorno y este fue, el gran secreto de padre e hija.
Entra con desenvoltura. Coge las cerillas que lleva en el bolso y enciende un velón que hay a la izquierda. Se ilumina la estancia. Es una cueva amplia y húmeda, pero a ella no le importa, incluso el olor le gusta. Ha pasado tan buenos ratos aquí. Se dirige al fondo, donde hay una gran caja de madera. La abre y saca de ella, una especie de túnica de seda de color violeta. El velo es de gasa y del mismo color. Las babuchas también de seda, llevan incrustadas cuentas de cristal de diferentes colores. Se desviste y mecánicamente, se coloca las ropas árabes. Antes de ponerse el velo, se quita las horquillas y su pelo largo y negro, se deja caer con el peso. Brilla de una forma especial a la luz de las velas, que fue encendiendo y que están distribuidas por la rupestre habitación. Para colocarse el velo, se encamina hacía un antiguo espejo, que hay colgado encima del cajón de madera, que ahora hace las veces de tocador. Se lo pone de tal manera, que ahora, la mujer que hay frente al espejo, es una hermosa dama árabe, de ojos rasgados y muy negros, de labios rosados y bastante atractivos. Al llegar a este punto, con un impulso, recoge el velo y se cubre la parte inferior del rostro, solo deja al descubierto los ojos, que brillan como nunca. Se aparta un poquito, para poder mirarse de cuerpo entero, en el espejo. "Todo está correcto", se dice.
Mira hacía la derecha. Allí en una cantarera de madera, hay introducidas tres vasijas de barro. Coge una de ellas, se la apoya en la cintura y sale afuera, apartando con mucho cuidado la hiedra. Con mucho mimo. la deja caer de nuevo, para tapar la antigua entrada. Con una gracia inusitada en la mujer que había salido de aquella fiesta, desciende el atajo que la lleva a la "Fuente de la Mora". Sabe que allí, la espera el soldado cristiano y dueño de su amor. El la deja coger agua para su madre enferma, ya que en el castillo se han terminado las reservas. Los cristianos, como les quieren expulsar, les han cerrado todos los accesos al agua, así tendrán que salir, o de lo contrario, morirán de sed.
No tarda en descubrir a su amado. La espera tan apuesto como siempre, sentado al borde del manantial. El caballo lo ha dejado algo apartado y atado al ciprés milenario, ese que se ve, desde el cerro de enfrente.
Se abrazan y ella, se refugia en su pecho, llorando de emoción, Hacían tantos días que no se veían. Con mucha ternura, él le seca las lágrimas con sus labios y después, la besa como nunca, como si hoy, en todos los actos que ejecutan, les fuera la vida. Están más emocionados que otras veces, como si presintieran, que quedaba poco tiempo y había que aprovechar cada instante, como si del último se tratara.
Así pasan las horas y al amanecer, ella recoge el cántaro, lo llena de agua y se lo coloca en la cintura. Él la besa de nuevo con tanta ternura, que tanto ella como él, se estremecen de pies a cabeza. La tiene que sujetar, porque presiente que le flaquean las piernas. No tienen que decirse nada, tan solo se miran, con eso basta. Después, muy despacio y como si se tratara de un rito, de nuevo le cubre el rostro con el velo.
El soldado, lentamente se retira y acercándose al caballo, coge las riendas y monta en él y muy despacio, se va perdiendo entre la espesura del bosquecillo.
Como si le costara apartarse del entorno, comienza a subir muy lentamente el atajo que le llevará de nuevo al castillo. Antes de llegar de vuelta a la cueva, "·Cava la Sultana", pasa frente a "Angelillas la loca", como la llaman en el pueblo. Sigue adelante sin decir nada. Angelillas la loca, se restriega los ojos, creyendo que ve una aparición.
Cuando Angelillas la loca, baja al pueblo, llega a la taberna y después, va a la plaza del ayuntamiento. A todos cuenta lo que ha visto en el castillo: "Si, es una mora muy elegante, igual que una princesa y además, llevaba un cántaro a la cintura".
Como siempre, los habitantes del pueblo, se ríen de ella y la convidan a vino, para poder mofarse a sus anchas de la pobre mujer. Luego, en la plaza del pueblo cuando habla, sentada en un banco hay una señora, con abrigo de paño algo deslucido y pelo recogido, que la escucha con especial atención y dulce sonrisa, que se desvanece en el aire frío de invierno, junto a un suspiro muy hondo y helado, que a los habitantes de aquella plazoleta, les ha hecho estremecer. Después, se levanta y dirigiéndose a Angelillas la loca, le dice: "Angelillas, que sabrán estos de historia, de amores en esas murallas y piedras viejas, que sabrán. Anda, vamos a tomar una sopa caliente en mi cocina y mientras tanto, te voy a contar la historia de una mora y un cristiano, que todavía tienen amores, allí donde tú ves a "Cava la Sultana".
nani. Octubre 2007