
El insistía para quedar después del trabajo algún que otro día o para comer un fin de semana. No quería darle esperanzas. Aún recordaba su última y única experiencia. Lo pasó muy mal. Fue su primer amor el chico con el que salió del instituto, empezó en la universidad y continuó hasta que juntos opositaron.
Cuando este consiguió trabajo en otra ciudad, la relación por parte de él se había enfriado. Las llamadas eran más esporádicas. Si era ella la que le llamaba, el móvil o estaba desconectado o bien, había reunión con el consejo de dirección. Había subido como la espuma. Tenía un puesto importante y empezó a demostrarle que ya no la necesitaba. El presentimiento que en su momento tuvo, se fue confirmando día a día, hasta que pasados unos meses y al abrir el correo electrónico, una punzada le atravesó el pecho al encontrar en la bandeja de entrada su dirección. Nunca le había enviado un mail. Nunca lo había hecho y al verle allí impreso, no necesitó abrirlo para adivinar lo que diría. Aún así y casi por inercia, su dedo índice pulsó el botón izquierdo del ratón, para que la flecha posada sobre su dirección, se clavara en la herida sangrante y acabara partiéndose en cachitos, aquel amor que tan feliz les había hecho en otros tiempos.
“Marisa, se que ya has adivinado lo que voy a decir. Siento mucho que todo haya acabado. Hubiera ido a verte, pero no tengo valor. Se que no tengo perdón. Vivo con otra persona y no he podido decírtelo. Olvídame si puedes. Te ruego que me odies, solo así podrás olvidar el dolor que te causo, no merezco otra cosa. No he sabido hacerlo de otra manera. Quiero que sepas, que fue bonito, muy bonito mientras duró”
Carlos”.
Así termino el mail. No derramó ni una sola lágrima. Se levantó de la mesa donde estaba el ordenador, se acercó a la ventana y allí se quedó. Afuera llovía y se palpaba una mañana fría y desapacible.
Llueve detrás de los cristales, -se escuchó a si misma decir-, igual que llueve en mi corazón. Una lluvia amarga, que me impide derramar una lágrima y que por el contrario, me causa un dolor punzante, agudo, Tan agudo, que parece que en el estómago, tenga un nudo que me estrangula la vida.
Al cabo de un rato y de observar la lluvia casi sin ver, vuelve al ordenador, posa su mano sobre el ratón, elimina el mail que hay sobre impresionado en la pantalla, solicita los contactos y como una autómata, selecciona la dirección tan querida en otro momento y sin más, la elimina.
Transcurre algún tiempo y con gran esfuerzo por su parte, deja de sentir ese miedo absurdo cuando abre el correo electrónico. Creyó que bastaba con eliminarle de aquel aparato, y no fue así.
Pero hoy, al volver a mirar por la ventana y ver un sol resplandeciente, un rayito de esperanza se posa sobre su alma. La vida proseguía, -pensó-, no todo iba a ser tan frío y triste como en la época pasada. Al menos, el sol que le rozaba la cara, calentaba. ¡Incluso podría aceptar una invitación!