“Sólo echamos de menos un museo de alegrías”
“MUSEOS Y CAMPAMENTOS”
(Mario Benedetti).
En mi última escapada a la ciudad, decidí pasear por calles que no conocía. Pensé: “Si tengo que venir asiduamente, lo menos que debo hacer es familiarizarme con estas calles”, así que pensado y hecho. Cuando llevaba un rato caminando, me llamó la atención el rótulo en una fachada de mármol negro. Ya no se acostumbra a ver esos adornos en los edificios modernos, - seguía pensando. Me quedé mirando y recordé la esquina de enfrente de mi casa. Era de mármol gris y nos gustaba arrimarnos a ella todos los niños haciendo apuestas para ver quién aguantaba más rato pegado a ella, cuando el sol de agosto le estaba pegando. Recordé como a veces nos hicimos hasta alguna quemadura para poder ganar la apuesta y llegar a ser el ó la más valiente.
Pero a lo que iba. Al mirar la fachada y leer lo que allí estaba escrito, me quedé parado y leí una y otra vez: “Museo de las alegrías”. Como decía me quedé parado y pensando que podía encontrarse allí. Miré mi reloj de pulsera para calcular el tiempo que tenía hasta la hora de vuelta y comencé a imaginar cosas: “Podía encontrar payasos” (a mí me gustan mucho y me encanta reírme), pero claro –pensé de nuevo-, para eso ya están los circos. “Podía haber niños pequeños empezando a caminar y hacer sus primeras piruetas” (a mí, esas cosas me contagian alegría y dulzura), pero para eso, - volví a pensar-, ya están los hogares donde crecen los hijos al cuidado de sus padres. “Podría haber ahí dentro un pequeño país, donde no existan las guerras, ni la envidia, ni los celos, ni el egoísmo, ni…, ufff, tendré que entrar para averiguarlo, ¡es demasiado tentador!”
Volví a echar un nuevo vistazo a la hora y pensando que quizá no tuviese suficiente tiempo, quise convencerme y dejarlo para otro día, pero por otra parte, pensaba que no podría vivir con la impaciencia y la curiosidad que me embargaba, así que sin dar más vueltas, empujé la puerta de cristales relucientes. Al mismo tiempo salió un gentil caballero a recibirme al que pregunté: “¿Es muy entretenido y me llevaría mucho tiempo visitar el museo?”, a lo que el señor respondió amablemente: “Depende mucho de cada persona. Hay veces que en un momento salen los visitantes con una sonrisa y se les nota satisfechos y otras, que a pesar de llevar dentro horas, salen malhumorados y diciendo que no comprenden nada de lo expuesto, como le digo…, depende de cada cual, pero de todas maneras, nosotros no nos vamos de aquí y siempre podrá volver las veces que guste”.
“Claro.., no lo había pensado, -dije-, si no tengo tiempo de verlo todo, prosigo el próximo día”. Y sin darme tiempo para cambiar de idea, empujé la primera puerta que me indicaba el señor de la entrada.
Allí encontré una habitación con mucha luz y en el centro, una mesa y encima de ella, un frutero repleto de frutos muy apetecibles. Esa luz inmensa inspiraba tranquilidad y paz. Sin casi darme cuenta, cogí un racimo de uvas y pasé a la siguiente sala mientras mordisqueaba uva tras uva. Allí no había luz y me desconcerté un poco mientras encontraba la llave para encender. Cuando di la luz me quedé más desconcertado aún. En la sala no había nada y tras quedar parado y pensativo por unos momentos, rompí a reír con todas mis ganas. Cuando me recuperé, apagué de nuevo, me volví por donde había entrado, cogí una ciruela verde, le di la mano al caballero que me había recibido, le agradecí su amabilidad y salí a la calle lleno de gozo.
Nani. Julio 2008.