© Paisaje de La Hortichuela. Foto hecha el 9 de junio de 2010.
Desde la ventana vio asomar a lo lejos el coche blanco y ya no supo como reaccionar. Sabía que en cualquier momento podía ocurrir y por eso se asomaba continuamente. De volver, aparecería por donde le estaba viendo llegar, pero hasta que no fue real la escena, no dio crédito al hecho. Notaba como le bombeaba la sangre en las sienes, en las muñecas, en las corvas, en la garganta y el corazón aceleraba los latidos de manera que de haber estado alguien en la misma habitación, hubiera escuchado el “tic-tac” casi como el del carrillón del despacho del tío Honorio. Quería apartarse de la ventana, quería salir corriendo, quería gritar, pero ni las piernas, la garganta, ni el cuerpo entero respondía a sus deseos. En este instante ya no admiraba el paisaje, ya no veía la casita de la abuela Manuela al frente, ni los olivos, tampoco reconocía el baile acompasado de las hojas en la copa del álamo que tanto le gustaba mirar. Ni el cerro del fondo, ni las nubes del día lluvioso que se había presentado, no, ya tan solo tenía ojos para el vehículo que parsimoniosamente se aproximaba al mirador. Tuvo un ligero vahído y se agarró con fuerza a la silla que tenía al lado. Duró tan solo un segundo, se irguió con fuerza, aspiró una fuerte bocanada de aire y sin premura se retiró de la ventana. Bajó las escaleras muy despacio, fue a la salida de la casa y antes de abrir la puerta, ya se escuchaba el ruido de un motor cerca. Supo que a partir de aquel instante, su vida daría un giro de noventa grados. Supo que la vida volvería a tener sentido, supo que dentro de aquel coche llegaba la vida que se había detenido hacía ya dos inviernos.
Nani. Junio 2010.