Cuando
era pequeña le gustaban mucho las historias que le contaba la abuela a la
puerta de casa, en las tardes-noches de verano mientras mamá las llamaba para
la cena. La abuela se sentaba en la silla de enea y ella le escuchaba atenta en
el tranco de la puerta. Era una delicia lo fresquito que estaba pero sobretodo,
estando frente a ella podía admirar las expresiones de la contadora de historias y a la vez escucharla muy atenta.
Recuerda
relatos de antepasados, de pastores y lobos y de los habitantes misteriosos del
bosque, aunque con los que más disfrutaba era con los cuentos de sirenas,
pescadores y hadas que se disfrazaban de habitantes marinos cuando la mar se
ponía rebelde y aparecían a castigar malhechores, rescatar objetos perdidos y
hacer felices a los marinos que luchaban con las olas, desafiaban los vientos e
incluso alguna vez, hacían frente a los barcos piratas que surcaban los mares
con contrabando de ron, de oro y piedras preciosas o con brujas malignas que
querían arrebatar la belleza a las sirenas, a los jóvenes lugareños o
apoderarse de la fuerza de los luchadores que surcaban los océanos. No le gustaba
tanto la historia del rey Neptuno con su estridente dorado y su corona de
aguamarinas. En realidad le daba más miedo que otra cosa, ya que la abuela
imitaba su voz y hacía gestos muy exagerados para emular un gigantesco rey
poderoso, que a ella le cohibía en su inocente infancia.
Después
y con el transcurso del tiempo le hace sonreír ese recuerdo y guardar con especial
cariño todo lo que le enseñó, el amor que le dio y esa dulzura que nunca más
encontró en otro ser humano. Aquella contadora de historias fue única en su
talento, encanto, valores a transmitir y que ella recogió como si fuera una
esponja, de aquellas que también aparecieron en el increíble repertorio de la
abuela.
Nani.
Agosto 2017