Amondi
era una madre de familia que estaba dando a luz dentro de una casa-choza.
Después de muchos esfuerzos nace una preciosa niña con el peligro de haber
perdido la vida por venir con el cordón umbilical envuelto al cuello. Pasados
unos instantes y recuperando el aliento, pide a su marido poner a la niña
Faizah que significa “victoriosa”.
Faizah
creció con una mirada penetrante y una fuerza casi impensable en una niña
tercermundista, alimentada como el resto de sus hermanos de la manera que
buenamente podían, trabajando y esforzándose desde que empezó a andar. Más
tarde y cuando comenzó a acarrear botijos de agua, era la primera en llegar a
los pozos y la primera en volver, incluso ganando en las carreras a sus
hermanos y resto de niños de la aldea.
Un
día llegaron al poblado un doctor y su enfermera con el fin de vacunar a los
bebés, puesto que el año anterior había habido una epidemia y murieron más de
un centenar, allí y en los alrededores. Faizah con su mirada intensa y la
sonrisa que dejaba ver sus blancos dientes, conquistó a la enfermera y esta le
pidió la ayudara a recoger y guardar botes, desechos y algodones en el
contenedor. Mientras tanto, le preguntaba qué era lo que hacía normalmente,
como ayudaba en casa y que cosas le gustaban. Faizah con esa mirada tan suya le
dijo que le gustaba correr como hacen las gacelas, ganar a los niños cuando van
a por agua y sentirse como una rama de baobab al viento. La enfermera que
volvió con el doctor muchos años, le habló de las carreras de velocidad que se
hacían en los países como el suyo, enseñándole una revista deportiva que había
llevado y pidiéndole que nunca dejara de
correr, que se entrenara y que al siguiente año cuando volvieran, le llevaría
documentación para que tuviera más información al respecto. Faizah se sintió
muy feliz y entusiasmada con las palabras de su amiga, no dejando de entrenar
como ella le había pedido y no dejándose ganar por sus hermanos y niños de la
aldea.
Poco
a poco consiguió tener más conocimiento y año tras año, fue sabiendo más de las
categorías y todo lo relacionado con lo que a ella tanto le gustaba y le
apasionaba, pensando que algún día lo conseguiría, ¡estaba segura!
Sabía
que de su tierra era difícil salir, pero se entrenaba a conciencia y cada día
mejoraba sus marcas. Pasado el tiempo la enfermera le llevó cronómetros y utensilios
para comprobar sus resultados e incluso, para medir sus pulsaciones y sus
latidos, ya que le informó que si se esforzaba más de lo que su cuerpo pudiera
resistir, le podría perjudicar en vez de beneficiarle.
Llegado
este momento su preocupación fueron sus padres y la manera de convencerles para
que la dejaran marchar, aunque sabía que con su persuasión podría conseguirlo, ellos
eran distintos y entendían que había otro mundo fuera que le podía proporcionar
alguna oportunidad.
Sus
padres nunca le hicieron daño cuando era pequeña como al resto de las niñas. Su
baba nunca dejó que las mujeres de la aldea utilizaran una cuchilla con ella,
sino que la que tenían en casa solo la usaron para rasurar la poca barba que
tenía él o sus hermanos. En su casa-choza, siempre hubo cariño y mucho respeto,
eran muy humildes pero se querían y se ayudaban siempre que era necesario,
compartiendo lo poco que tenían. Y eso siempre lo guardó en su corazón y supo agradecer
los beneficios que obtuvo, se sabía distinta al resto de niñas en todos los
sentidos.
Un
día mientras entrenaba al caer la tarde, observó a unos hombres como sacaban a
escondidas al pequeño Chiumbo de su casa-choza y lo introducían en un coche,
donde había una mujer blanca que lo apretó contra ella. Chiumbo era un niño muy
bonito que había nacido unos meses antes. Desde su escondite pudo observar como
los padres fueron atados para que no pudieran defenderse ni luchar por su hijo.
Aquel
día y en ese preciso instante, Faizah comprendió que había llegado el momento
de conseguir su primer trofeo. El automóvil se había puesto en marcha y ella
corrió tras él a discreción, pero sin perderlo de vista. Cuando llegaron a un
pequeño oasis cerca de los pozos donde todos los días iba a recoger el agua, se
ocultó entre unos matojos y espero a que bajaran. Todos fueron a refrescarse
mientras dejaban a Chiumbo dormido en los asientos. Con el sigilo de la culebra,
se deslizó dentro del coche por el lado que había quedado abierto, cogió al
pequeño y comenzó su primera y gran carrera con el niño apretado a su pecho.
Cuando
lo entregó a los padres supo que su primer trofeo lo había conseguido, no era
de oro, plata o bronce, sino tan grande como la luna que los miraba allá arriba
y a la que daba las gracias mientras descansaba.
Desde
entonces supo que las competiciones las ganaría y que confiando en su esfuerzo,
quizá llegaría a participar en alguna olimpiada.
Cuando
cumplió quince años logró acompañar a su amiga enfermera y allí comenzaron los
entrenamientos en equipo. Pasado un
tiempo, obtuvo la primera medalla de las muchas que llegaron después. Con toda
ilusión la mandó a casa para que su familia pudiera tenerla tan cerca como ella
los llevaba a todos en su corazón.
Nani.
Febrero 2018