Foto subida de la red
Tenía
siete años cuando fuimos al campin de Las Muñecas. Le llamaban así, porque una
de las actividades que se hicieron en sus comienzos allá por los años 60, era
hacer una pasarela de niñas muy monas, acompañadas de sus hermanos y primos, todos
muy bien arregladitos tal que si fueran muñecas y muñecos.
Cuando
estuve como he dicho con esos siete añitos y con mi familia, conocimos a una
familia que acampó a nuestro lado. Fuimos inseparables en los 10 días que allí
convivimos.
Ellos
eran cinco. Los padres, dos chicas y un chico por cierto, un añito mayor que
yo.
Nosotros
éramos tres, mis padres y yo, aunque para finales de año, mi familia
aumentaría, ya que mami estaba embarazada. Ella decía que “embarazadísima”.
Por
entonces acudimos a pasar aquellos días, con una tienda de campaña y lo
imprescindible, que papá colocó en su antiguo Seat 127 y todo lo necesario para
sobrevivir. Recuerdo que la olla exprés la llevaba a mis pies, así como un
hornillo campin gas dentro de su caja, que cuando por la noche ya no se
utilizaba para cocinar, sino que cenábamos bocadillos de mortadela o de
salchichón de la matanza de la abuela, se usaba como iluminación, cambiando la
parte que servía para cocinar por el de iluminar, ya que ambos se acoplaban a
una pequeña bombona de gas. El colchón era una plancha de espuma, que enrollada
papá llevó bien sujeta en la baca de aquel querido 127.
Todo
iba bien empaquetado y no quedaba un solo resquicio en el coche que no
estuviera ocupado.
Comprábamos
trozos de hielo para refrescar la bebida y el agua, en las neveras portátil y
algún día, caía un corte de helado que nos sabía a gloria.
Después
todo cambió. Ya no se podía viajar de aquella guisa, además de ser una
temeridad, impensable habiendo aumentado la familia. No fue un hermanito lo que
llegó, sino además una hermanita que no detectaron los médicos. Andábamos
todavía en los años 70 y no había ultrasonidos ni nada parecido, en el
consultorio del pueblo.
Hoy
sería impensable viajar de esa manera. A mi hija no se me hubiera ocurriría
meterla entre tanta caja como fui yo en aquella ocasión.
Así
que, a partir de aquellas fechas, el verano lo pasábamos metidos en el barreño
de agua soleada en el patio y durmiendo en colchones tirados por el suelo y que
compartíamos con los primos en la casa de la aldea, dónde vivían los abuelos.
Jugábamos en la plazoleta del ayuntamiento que compartían todos los niños de
allí con los que llegábamos. Merendábamos pan con aceite y azúcar y no recuerdo
veranos más bonitos y más refrescantes. Cuando volvíamos, mamá nos lavaba con
agua que había puesto al sol, para después de la cena ir a contar historias a
casa de los abuelos de los amigos y volver a veces cogidos de la mano y muertos
de miedo, pero felices como nunca he visto a mis hijos o los hijos de mis amigos
hoy en día.
Nuestras
manos servían para coger la pelota, agarrarnos cuando jugábamos a la pilla
pilla o como ya he dicho, cuando volvíamos a casa muertos de miedo y cogidos de
la mano. Hoy todos piden una pantalla y me da pena, porque creo que la niñez y
la juventud, se les escurre entre los dedos, como el humo de una chimenea y
esas manos están perdiendo el contacto de la piel, por otro más frío a pesar
del calor del verano. Claro que aquellas fueron mis experiencias, cuando pase
un tiempo tendrán que hablar los chicos de ahora.
Y
bueno, no he dicho que seguimos teniendo contacto con aquella familia que
conocimos en el campin. Aquel chico, es hoy el padre de mis hijos y mi
compañero de vida.
#historiasdeverano
Nani, julio 2023