Con este relato ya hice una entrada en 2007. Fue publicado en la recopilación de "PEQUEÑOS GRANDES CUENTOS" de Editorial Ábaco. Estoy algo atareada y con poco tiempo para hacer cosas nuevas, así que os lo dejo y espero que lo disfruteis.
Vuelve al pueblo de su niñez. Las calles son las mismas, pero algo ha cambiado. ¿Es el asfalto, la decoración de las fachadas que es más moderna, o es su propia persona? No sabría decir que es, pero algo percibe distinto, hasta el sol del atardecer que se cuela por las estrechas calles parece haber cambiado.
Si, su corazón es más viejo y un poquito más triste, por lo tanto, seguro que su mirada también es distinta.
Está llegando a la casa que le vio crecer y se busca una llave de hierro forjado, que guardó en el bolsillo de la americana. La introduce en la cerradura y el olor que percibe tras empujar la puerta le golpea la cara, dando un salto el corazón en el pecho. Sí, huele del mismo modo que entonces. Hay mucho polvo acumulado, pero en el sitio de siempre sigue la cómoda de seis cajones, la percha con el sombrero negro y el bastón del abuelo, la silla de nogal y encima de ella, un viejo periódico. Lo coge y le sacude el polvo, están sus hojas rubias y descoloridas. Se acerca a la ventana, abre el postigo y la luz que penetra de fuera se fija justo encima del titular que dice: “Hoy 20 de noviembre de 1975 a las 5,25 horas, ha fallecido el general Franco….” y en el centro de la noticia narrada, la foto ya descolorida de un señor con cara de primate triste que parece es el que está dando la información por televisión.
Entra en la cocina y deja el periódico sobre la mesa que hay en el centro. El florero aún tiene restos de unas flores que debieron ser hermosas en su día y el cristal delata el agua seca que sin duda retuvo.
La taza de café sigue dentro de la fregadera de loza, esperando que unas manos quiten los pozos resecos y la devuelvan a la vitrina donde se encuentra el resto de la porcelana de la abuela.
Todo parece que esté detenido en aquel frío día de noviembre.
Decide salir de nuevo al pasillo y empuja la puerta del salón. Huele a polvo viejo, pero aún así y después del tiempo transcurrido, se percibe el perfume de la abuela. Descorre la enorme cortina de cretona y abre el postigo derecho. Al volver sobre sus pasos se paraliza al encontrar algo familiar. Sobre la mesa está el libro abierto por la página 325. ¡Qué cotidiano es aquel libro y la ilustración de aquella página! Si, es la reproducción de la “Mona Lisa de Leonardo da Vinci”. Era el recuerdo constante que la abuela tenía de su querido esposo. Siempre que le echaba de menos, lo abría, lo miraba y decía: “A los pies de este cuadro, allá en el museo, el abuelo me dijo que quería que fuera la madre de sus hijos. ¡Cómo lo añoro, y añoro su buen humor y su sonrisa!"
Debió quedar allí encima el día que tía Lola la encontró casi desfallecida. La llevaron inmediatamente al hospital y ya no quisieron volver más a la casa.
Le habían enviado la llave a la residencia de estudiantes, porque estaban segurosque él volvería algún día.
Si, ¡había tenido tantos momentos dulces entre aquellas paredes! Los primos, los tíos, las vacaciones, las navidades, las escapadas de la residencia, para visitar a los abuelos y de paso, ver de nuevo a la tía Lola.
Sonríe cuando la recuerda. ¡Cómo llegó a enamorarse de ella! Había sido preciosa. Había llegado a ser su musa y su inspiración mientras terminaba los estudios y a ser todo para él, hasta aquel día que le llegó la carta de mamá en la que le anunciaba la triste noticia de su fallecimiento: “Hijo - le decía -, había salido a pasear a caballo con su novio de toda la vida. El potro se desbocó y la dejó tirada al borde de un precipicio. No pudo hacer nada y se despeñó”. Eso había dicho él y todos lo dieron por hecho. A él nunca le había gustado aquel novio y cuando lo encontró en los grandes almacenes de la ciudad, sus miradas se cruzaron y no se la sostuvo. Él siempre intuyó que aquel hombre no supo querer a su amor imposible.
Y hoy ha vuelto. Hoy encuentra olores, libros, recuerdos y hasta si se queda quieto, le parece percibir los pasos pausados del abuelo. ¡Cómo se quisieron y cuanto paseos, por las alamedas, la rivera, cuántas vivencias y cuantos días felices!
Hoy, decide desempolvar todos los recuerdos, sacudir cortinas y alfombras. Ha decidido montar su oficina en la casa de su niñez. Se siente seguro entre estas viejas y familiares paredes. Intuye que todo le va a ir bien en el pueblo que le vio crecer y sabe que a su esposa no le disgusta compartir su vida en el sitio que le hizo a él tan feliz.
Se dirige al despacho del abuelo. Allí siguen los muebles de nogal. La librería repleta de libros donde el comenzó a amar al Quijote, a emocionarse con Neruda o Miguel Hernández, a conocer las aventuras con Julio Verne y…. ¡Madre de Dios!, todavía siguen en el estante que el abuelo le cedió sus cuentos de aventuras, “Mortadelo y Filemón”, “El Capitán Trueno”, “El Jabato” y como no, “Los siete”, “Pipi Calzas-largas” y tantos otros. Los acaricia y se siente el niño de siete, diez y doce años. Allí mismo seguirá colocando los libros que le compre a su pequeño. Allí seguirá colocando sobre tantos y tantos recuerdos, vivencias nuevas, experiencias, ilusiones y como no, un día tras otro, con el anhelo de que todo sea la vida que tanto ha deseado en los últimos años.
Y al mirar la enorme foto que hay sobre la gran chimenea, nota una dulce caricia en su mejilla y una ráfaga de viento cálido. No sabe como, pero de sus labios salen unas palabras que apenas podría escuchar alguien de estar allí: “Gracias abuelo, gracias por todo tu cariño, tus enseñanzas y por ser quién fuiste. No te preocupes, todo irá bien y sé que podrás disfrutar de todo lo que aquí siga ocurriendo, da muchos besos a la abuela y cuídanos”.
Nani. Noviembre 2011.