“Este es un seis y este es un
cuatro, cerramos los extremos y obtenemos
el retrato del tío Pajuato”.
Así entre risas, bromas y mucho
cariño, el abuelo me enseñó a hacer mis primeros garabatos, allí tumbado en la
estera de esparto, delante de la
chimenea alimentada con palos de olivo. Recuerdo cuando fue a la ciudad y me
trajo el primer cuaderno de dibujo y unas láminas para que copiara, a las que
acompañó con aquella goma de borrar que olía de forma deliciosa, lápices de
dibujo, carboncillos y varios difuminos de distintos gruesos para que empezara
a emborronar, sombrear y que manchaban al mismo tiempo, los puños de mis
camisas, jerséis y dorso de mi mano.
Acababa todo pringado, pero feliz de ver como mis manos eran capaces de empezar
a perfilar objetos, sombras, paisajes y hasta lo más cotidiano que me rodeaba.
Ya de muy niño comencé con siluetas como la de ”tío Pajuato”, más tarde se
convirtieron en felicitaciones de Navidad para los padres y profesores del
colegio. Después en carteles por el instituto, retratos a mis compañeros y
amigos, para culminar aquella afición que el abuelo me contagió, en mi
auténtica profesión.
Hoy me encanta pintar
las olas del mar, las puestas de sol o la luna acunarse en el horizonte y en
época estival, sentarme en la plaza de cualquier pueblo costero y retratar a
niños, padres, parejas y abuelos y si
encarta; a la golondrina del atardecer, la gaviota ladrona, la paloma buscona,
la prostituta celosa o al chulo que en la esquina la acosa. Y al amanecer, al
pescador alegre, frustrado, las redes, las barcas, la manos curtidas, las
arrugas de la cara, los ojos sinceros, los labios ávidos de besos, los pies
descalzos y huesudos, los niños que ajenos juegan, las mujeres sirenas y las
sirenas mujeres, que con paciencia a su pescador esperan.
De esta manera y con trazos,
surcos o pinceladas, doy color a la vida que me rodea, cambio el gris por el arco
iris y chorreo alegría de brochazo en brochazo.
Nani. Marzo 2013