Desde hace más de un año escucha unos ruidos que parecían insignificantes en apariencia, pero que cada día la mortifican más.
Cuando en el verano estuvieron con ella su hijo, su nuera y los niños, los escuchaba de vez en cuando, pero consiguió olvidarlos con las algarabías, los juegos y discusiones de los gemelos y su hermana, que a pesar de ser 14 meses mayor, se cree dueña y señora de ellos y con el poder de manipular hasta al gato de la vecina de enfrente. Siempre ha sido para su hijo “la princesa de los cabellos de azafrán” y ella una niña de cinco añitos, se lo ha creído y manipula a su padre y a sus hermanitos, que para eso son más pequeños organizando los juegos e idas y venidas de los gemelos. No les deja hacer nada sin su autorización con las consecuentes discusiones e incluso en más de una ocasión, alguna guantada sonora que a pesar de la diminuta mano, al impacto con la carita de alguno de sus hermanos, hace sonar y dejar marca, lloros, pataletas y el reclamo de padres, abuela y todo ser viviente en su entorno.
Esto es lo que había escuchado en los últimos meses y cuando llegaba a conciliar el sueño, después de todos los barullos organizados, los baños después de nadar en la piscina, las meriendas, los paseos en la alameda, las cenas unas veces de camino a casa y otras en la terracita o la cocina; cuando caía en la cama, no le daba tiempo ni de intentar recordar la mitad de las travesuras acontecidas y la innumerables alegrías que le producen los días de vacaciones en compañía de cinco criaturas que quiere hasta hacerla olvidar las goteras que afloran. Pero es distinto, ahora no están con ella y el silencio es mortal, se escucha hasta el aleteo de las pesadas moscas de otoño que se meten al caloncito del hogar, huyendo del fresco ambiente. Esas pesadas moscas que no la dejan gozar de esa buena novela que empezó antes de que ellos vinieran y que desea proseguir cuanto antes para llenar esos vacíos que se hacen cuesta arriba algunos días. Pero lo que más le molesta e incluso llega a asustarla, es cuando metida en la cama escucha ese ir y venir en el techo, que parece rozarle la frente y el cabello.
Sus hijos se empeñaron en este ático. “Mamá – le decían- , hay ascensores, no tienes ningún problema para subir y bajar, es soleado y tiene una preciosa terracita que da al mar donde puedes terminar el día como siempre te ha gustado. Ver ponerse el sol, bueno, acostarse mecido por las olas y acunado por las nanas de las sirenas, era lo que nos contabas de pequeños, por eso mismo hemos pensado que es el lugar idóneo para ti. Soleado y calentito para el invierno y acondicionado para el verano. Sí, quizá algo grande para ti solita pero eres tú la que quieres que pasemos algunos meses de verano contigo y ya somos cinco nosotros y cuatro cuando viene mi hermana con su familia”.
Al final la convencieron y ha estado feliz viviendo aquí, cuando eclipsada mira el mar. Siempre le recuerda y cree escuchar la sirena del barco cuando acercándose al puerto, la hacía sonar una, dos, tres veces y así hasta llegar a seis sonidos seguidos. De esta manera ella sabía que pasaba de largo, iba cerca o lejos o esa noche cenaría en casa y después, le contaría toda la travesía de varias semanas y… ¡qué pícaro llegó a ser! – pensaba-, cuando le anunciaba que debía esperarle vestida con aquel atuendo que tanto les gustaba y que le trajo de las islas; entonces hacía sonar las sirena siete veces y eran los chicos los que la avisaban por si no lo había escuchado bien. De todas maneras cuando tenía duda, optó por esperarle siempre preparada y esa decisión la relajó, tan solo una vez se equivocó y se metió en la cama con pena. Si hubiera sido en estos tiempos se hubieran llamado, pero entonces no había teléfonos móviles.
Por eso mismo no permitió que cambiaran sus muebles de siempre. Era verdad que le resultaba grande la cama, pero al mismo tiempo quería creer que aún le acompañaba e incluso le olía. Percibía su aroma y se sentía segura, sabía que de haber cambiado no hubiera conciliado el sueño, como ahora le pasaba, pero no era otra cosa que aquellos pasos que sonaban encima de su cabeza y que la intranquilizaban. Era aquel ir y venir que no le daban seguridad y si palpitaciones. No se consideraba una mujer asustadiza, pero… Debió enfrentarse sola a casi todo cuando él estaba en alta mar y nunca le amedrantó ninguna dificultad. Supo solucionar cualquier imprevisto, pero esto la estaba desquiciando en demasía. No se sentía vieja ni chocha. Sabía que ya no era treintañera y no estaba tan activa y ágil, pero tener 68 años no significaba ser una vieja inútil. Hace sus compras, va a nadar todos los días y al cine siempre que pasan una película interesante. Hace las tareas del hogar y si alguna vez le ayudan a hacer alguna limpieza general, acepta porque ellos se empeñan, aunque en el fondo lo agradece porque siempre pensó que la limpieza es una de las tareas más ingratas y además, de esa manera le queda más tiempo para pasear, leer y hacer esas cosas imprevistas que nunca creyó haría. No se le pasó por la mente ni una sola vez que expondría de nuevo y viajaría tanto. Se sentía bien a pesar de echarle mucho de menos, pero también estaba haciendo muchas cosas que en su día dejó aparcadas y eso la confortaba.
En esos pensamientos está cuando de nuevo escucha esas idas y venidas del techo y da un respingo que la sienta en la cama. El ruido esta vez ha sido más intenso y las palpitaciones se aceleran.
Mañana avisaré al portero –se dice en voz baja para sentirse acompañada pero sin ser del todo conciente. Le diré que algo sucede ahí arriba todas las noches. Por otra parte, piensa que la puede tomar por una señora maniática y tonta, como comentan de la señora del cuarto derecha. Aunque esa señora está demostrado que ha perdido un poco la cordura y con la vejez se acentuó.
De nuevo se acurruca entre las sábanas y decide que cuando se levante hará lo que mejor aconseje el nuevo día y la lucidez después del descanso, ahora todo se hace más grande con la oscuridad y el cansancio. Pero sigue pensando que no le gustan esos ruidos. Se pregunta como es posible que cuando ellos estuvieron en casa, se olvidara del problema. Ahora no quiere llamarles ni inquietarles, pero se ha sumado a la preocupación una mancha de humedad o algo así parece ser, que le ha salido al techo de la cocina y cada día crece más e incluso, se descascarilla de manera galopante. Decide que no espera más de dos días, si todo sigue igual, avisará a un albañil y todo se solucionará, porque arreglará la humedad que seguro se ha producido con el movimiento de alguna teja y las primeras lluvias, además, ya tendrá que investigar que es lo que producen esos galopes de la noche.
Con esa conformidad el sueño la vence, aunque no es lo suficientemente reparador, porque cuando se levanta se nota algo cansada y recuerda haber soñado que en su tejado vivía un ser maligno de ojos enrojecidos y colmillos sanguinolentos. Se sonríe pensando que nunca le han dado miedo las películas o novelas de ese género, pero algo la estremece al recordar la preocupación que le producen los alborotos nocturnos de los últimos meses.
Escucha sentada en el filo de la cama y ahora con la luz del día todo parece normal. Las palomas saltando de un lado a otro, posándose en las terracitas y más tarde, en el tejado y balcones. Se acerca a la ventana, sube la persiana y observa como unos pichones se arrullan con el despertar de un radiante sol que se apunta ya con un esplendido despertar. Piensa acostarse de nuevo porque se nota cansada y con la ventana entre abierta y la persiana subida descansaría algo más, pero recuerda que debe pasar por la casa de la cultura donde le han propuesto colaborar en un taller de manualidades y deben ultimar los horarios.
Cansada se mete en la ducha y mientras se arregla, enciende la pequeña radio que hay mezclada con los tarros y cremas. Le gusta saber como se quita las legañas el mundo y la música que después sigue en la programación, ya que es casi siempre de su gusto y le hace sentirse más activa y feliz.
Recoge su dormitorio, deja puesta la lavadora y bolso en mano, sale a hacer sus gestiones matinales, intentando olvidar que es lo que la tiene un poco maltrecha.
Al volver a casa, saluda al portero y piensa que es el momento de comentarle su problema. Este sube con ella en el ascensor solícito como siempre. Entran en la cocina y observan la gran humedad y como la pintura se desprende y cuelga por algunos lados. Comenta que va a ir por una escalera para poder asegurarse del tipo de impregnación que produce esa descomunal mancha y mientras, ella aprovecha para preparar una cafetera y tomar unos sorbitos calientes junto al portero, mientras deciden que solución dar al problema.
Cuando este se sube en la escalera y con la mano toca lo que parece el centro de la humedad, un ligero desprendimiento deja un agujero de unos ocho centímetros. Sorprendido y curioso se sube al último peldaño y posa su ojo izquierdo en la abertura producida y al instante se retira con un grito que casi le hace caer de la escalera. La mujer grita al mismo tiempo y sujeta la escalera para que no caiga el portero. Este baja como poseso y dice que alguien hay mirando. Con miedo ella mira hacia arriba y ve que un ojo brilla y les mira. Sin poderlo evitar se agarra con fuerza al hombre, tiembla y se siente a punto del desmayo. El hombre suelta una carcajada y dice que están sacando de quicio las cosas, que no puede haber nadie arriba y que por supuesto va a mirar el tejado. Ella con el pavor que le ha producido los días de insomnio y lo visto en los minutos últimos, le agarra y dice de forma atropellada que no vaya, que hay alguien que les van a hacer daño y que debe ir con alguien más. El hombre la mira con una sonrisa, dice que en el tejado no puede haber nadie y sale del domicilio. Ella tiembla y sale tras el hombre pero se queda en la entrada, no es capaz de ir más lejos y tampoco de entrar de nuevo en su casa.
Pasa un rato que a la mujer le parece interminable, cuando el portero aparece trayendo un gatito en sus brazos y le dice: “Señora, este es uno de los inquilinos del tejado y el que nos miraba desde el agujero. El muy travieso estaba con su patita haciendo el agujero más grande y le he cogido in situ. Hay una camada de prendas iguales y la gata madre me ha retado, pero no ha podido evitar que me quede con este truhán. Usted me dirá que hago con esta fierecita, a por el resto subiré con mi hijo y unas jaulas para llevarlos a un veterinario amigo nuestro. Arreglaremos las tejas y el techo si yo mismo puedo hacerlo, de lo contrario, llamaremos a un albañil, pintaremos y todo solucionado”.
Para cuando el hombre termina de hablar, la mujer y el felino ya son amigos, ella sonríe y piensa que en adelante, no volverá a dejar que su imaginación corra con tanta velocidad.
Nani, Noviembre 2010.