Me
mirabas con cierto pudor. El mío era quizá más tembloroso, pero lo vencí cuando me
quité el suéter de lana gruesa. Hacía un frío de mil demonios y por cada prenda
quitada, más se erizaba mi piel, no sé si por el momento que estábamos viviendo
o por la gélida habitación. Tú me mirabas y yo a veces bajaba la mirada. Me
esperabas ya casi desnudo y la habitación de aquella casa de campo, seguía como
un carámbano, aunque nosotros estábamos calentando hasta el último suspiro. Te
diste cuenta de que mis manos temblaban y no acertaba a desabrochar el
sujetador que gracias a ti, quedó en el suelo. A partir de ahí el frío se
disipó, el hambre se nos sació y tú y yo, quedamos sellados con una intensa
promesa de juventud. Hoy que hemos vuelto a esta casa de nuevo y después de
tanto tiempo, a ambos nos tiemblan todos los sentidos y el calor es mucho más
tibio así como el frío, más sereno y mucho más maduro. También todas aquellas promesas que nos hicimos aquella fría tarde de invierno, a la salida del instituto.
Nani.
Julio 2019