Cuando se hacían mayores todas se adentraban en
el bosque. La leyenda decía que pasaban
a otra dimensión. Lo cierto es que
sabían que sin vista y ya sin fuerzas no eran útiles al poblado y una boca que
alimentar no compensaba, por eso asumían la tradición, así había sido y así se
aceptó; nunca tuvieron ni siquiera la posibilidad de pensar si les gustaba o no
y unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas, que con delicadeza retiró para
que no la vieran las personas que en la habitación estaban. Su nieta se acercó
y le limpio con su pañuelo, pidiéndole que llorara lo que hiciera falta, que
aquello que les estaba narrando escocía demasiado para dejarlo dentro. Ella le
sonrío y prosiguió su relato.
Cuando
las madres las preparaban para pasar al siguiente tramo de sus vidas, sobre
todo cuando mojaban de sangre la ropa del camastro, sabían que eran demasiado
jóvenes pero no para la tradición. Les hablaban del momento que había llegado.
De que ya era la hora de formar una familia. De cómo la montaría el que los
ancianos le destinaran para ser el padre de sus criaturas. Del día del parto y
el de la retirada definitiva. Todo esto se hacía ese día que dejaban de ser
niñas para pasar a ser mujeres sin vuelta atrás. La mayoría de las madres o
abuelas realizaban este ritual con delicadeza y lágrimas en los ojos que
tragaban para no asustar a esa criatura, que de un día a otro había dejado de
ser niña. Recordaban ese día que les tocó pasar por lo mismo y aunque hacía ya
algunas lunas, no eran las suficientes para haber superado el miedo, el dolor y
sobre todo, la soledad que día a día, era la herencia que les correspondía en
ese mismo instante. El momento más duro era el de parir como siempre se le
llamó (ahora se le nombra de otra manera más refinada) ─ dijo, pero no le dirían nada a esa hija o
nieta, no era cuestión de amedrentar a la criatura; todas sabían que cuando
llegaba el momento por mucho dolor o soledad que se acumulara, se debían
comportar como una loba y lamer a la criatura, arroparla con la jarapa que en
la dote le correspondía, dar de mamar los primeros calostros, salir de allí
cuando ya tuviera fuerzas y a luchar como todas lo habían hecho. Se retiraban
al bosque solas con los primeros dolores
como mandaron las leyes, apoyadas en un fuerte árbol y agazapadas,
desprovistas de todo lo que las oprimiera aunque hiciera un frío de mil
demonios, allí empujaban, chillaban, se retorcían y más tarde, atendían en
soledad a sus crías como siempre se
hizo. Si al cabo de dos días no volvían, eran la madre del esposo y la propia
madre, las que buscaban imaginando que ya alguno de los miembros no vivía. Si
era la madre la que había pasado a la otra dimensión, allí quedaba acompañando
a las abuelas y las otras madres que no eran
fuertes para afrontar las tradiciones; recogían al bebé si se le veía
con fuerzas para afrontar la vida solo y criado con la leche de alguna tía
o ama que se ofreciera; pero si era la
cría la que no respiraba, la propia madre hacía el ritual y allí quedaba para
acompañar a sus ancestros. Después y con ayuda o sin ella, salía a seguir el
combate que los antepasados habían impuesto.
Los
hombres nunca entraban en el bosque, estaba vetado a ellos pero lo que nunca se
dijo es que les producía tanto pavor solo pensarlo, que les hacía sudar casi el
suero de la vida, pero de eso no se hablaba. Ellos estaban venerados y
atendidos hasta el final. Pasaban al otro lado cubiertos de mimos y de ritos en
sus tiendas, rodeados por todas las mujeres e hijas de la familia, mientras que
los varones cazaban y luchaban por los territorios conquistados, por los
cereales y frutos y por el orgullo donde
escondían sus miedos, sus tradiciones y sobre todo, por tapar las bocas de quien osara decir que
aquellas tradiciones debían cambiar. A los dioses no se les podía ofender,
siempre había sido así. Solo las abuelas y madres sabían lo que les esperaba a
sus hijas, por eso cuando se quedaban embarazadas llevaban alimentos a la
colina de la fertilidad. En realidad todas pedían que fuera un hijo en lugar de
una hija la que naciera. En el fondo de sus almas pedían que no les tocara
pasar por lo que ellas habían vivido. Después, si era mujer aceptaban de
nuevo, bajaban la mirada y lloraban como locas cuando se adentraban en el bosque,
fuera para lo que fuera; era la única manera que tenían de sacar algún dolor
que sabían impuesto e injusto.
Eso
es todo o casi todo lo que te podía contar, ─ comenta la abuelita. Quisiera ser
la última mujer de nuestras tribus que pasa por todas esas cosas. Había costumbres
muy bonitas también, pero cuando una mujer sangraba, ya dejaba los juegos y
tenía que tejer, labrar la tierra, ir por el agua, criar a los hijos y sobre
todo, estar siempre sola y más, en la hora de ir con los espíritus. Hoy sé que
yo estaré con vosotros, tendré una mano y cruzaré el umbral con menos miedo y
con serenidad. Espero que todo quede en historias para contar. Para que se sepa
que no todo fue bonito y para que se recuerde que las cosas se pueden hacer de
otra manera. Qué no por eso se es más fuerte, más hombre o mujer y que las
religiones o las tradiciones pueden cambiarse y no por ello, los espíritus o
los dioses se indignan, ni nos castigan. Cuando se hacen las cosas por miedo,
se llega a los extremos y siempre habrá un verdugo y por lo tanto, un miserable
esclavo, porque el esclavo por desgracia, siempre se siente miserable por mucho
que duela decirlo.
#52RetosLiterup
Nani. Mayo 2020