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Me
gusta adentrarme en el jardín que había sido de los señores del pueblo y ahora,
por desgracia abandonado como está, aún huele a rosas en primavera o a lavanda.
Y en verano florece la buganvilla o el jazmín resistiéndose todo a dejar de ser.
El
romero sigue frondoso en las cercanías de la gran cocina, donde recuerdo estaba
siempre faenando aquella mujer robusta que salía a coger ramas para el estofado
de cordero y que generosa como ella solía ser, nos entregaba galletas o trozos
de bizcocho, cuando sabía que no la reñiría la anciana y dueña del caserón.
Recuerdo
cuando al salir del colegio, nos adentrábamos si la verja estaba entornada. Nos
gustaba el aroma de las galletas de manteca o el asado que en los fogones
hervía a fuego acompasado.
Recuerdo
aquellas manos callosas del jardinero, las curtidas de la cocinera, las blancas
y alargadas con las venas azuladas visibles bajo la fina piel de la gruñona
anciana, sensibles y amorosas las de la hija y maestra nuestra y muy huesudas y
retorcidas las del hijo que sentado en una silla de ruedas, siempre tomaba el
sol cubriendo sus piernas una manta de lana a cuadros.
Recuerdo
el columpio hecho en una gruesa rama del nogal, que aún tiene uno de los nudos
de las sogas que lo sujetaban.
Recuerdo
la fuente que ahora reseca, pide a gritos de nuevo el caño de agua fluyendo y
salpicando a los rosales mustios del rededor.
Recuerdo
el camino empedrado que conducía a las caballerizas, donde siempre había una
yegua y un potrillo con el que jugué alguna vez.
Recuerdo
que aquellas piedras del camino hoy ennegrecidas y gastadas, se empaparon de
risas y travesuras de los niños del pueblo y que ahora cuando las miro, parecen
clamar algo de lo que fuimos y no volverá.
Nani,
enero 2024