Ilustración:
Manuel Prego de Oliver (1915-1986).
A los que me enseñaron a valorar la vida
La
miro y descubro en cada arruga, una experiencia. Las dos que están más
pronunciadas y que surcan su frente, hablan de lo difícil que le resultó ser
mujer en aquella aldea, rodeada de hombres acostumbrados a arrancar hierbas, preparar
la árida tierra, dejar las semillas, arar, mirar el cielo esperando la lluvia y
volver a casa ya anochecido, pasando primero por la taberna y llegar con la
mente nublada. Ella comprendía que era grande la lucha de aquellos hombres rudos,
siempre lidiando con las inclemencias del tiempo y la escasez de todo, pero,
¿quién la entendía a ella y su soledad? ¿A quién podía hablar de las grietas en
sus pezones cuando sus hijos mamaban y no había otra cosa para aminorar el
dolor, que morder el trapo de la cocina? ¿A quién podía hablar de su lucha por combatir
el frío de las criaturas en las noches de invierno o cuando empezaban a ir a la
escuela, con ropas zurcidas ciento de veces? Podría contar tantas cosas de las
que he leído en esas dos arrugas que hasta si me esfuerzo, escucho el grito de
impotencia y desesperación por la poca comprensión del mundo en que le ha tocado
vivir.
Y
si hablo de las arrugas que tiene en los pómulos y nariz, podría contar que son
las que le produjo la exposición al sol, cuando iba a lavar al río, a tender la
ropa y pañales diarios, las cobijas o cuando tenía que arrancar garbanzos,
ayudar en la siega o la recolección de cualquier cereal que les proporcionaba
el sustento diario.
Aunque
las arrugas que me han conmovido más, son las de sus ojos y la comisura de la
boca. A pesar de la dureza de su vida, también ha reído y eso se refleja en el
brillo de sus pequeños ojos cada vez más reducidos y las que se le pronuncian aún
más, cuando ríe con ganas y enseña alguna mella en su dentadura deteriorada y
que coqueta tapa con su mano izquierda, para que sean menos visibles esas
faltas, pero que a pesar de todo no reprime e incluso carcajea temblorosa por
la edad, pero siempre con firmeza.
Y
si miro esas manos que han cargado de todo y los surcos que las pueblan, me
hablan de la fuerza que ha tenido para soportar cualquier experiencia
impensable y, que han ayudado a su espalda a llevar la mochila de los días y…, te
podría contar que esas arrugas ahí encontradas, son las que con más claridad
hablan de cariño, paciencia, resignación y sobre todo, de amor por los suyos y
por cualquier ser que por su puerta ha pasado pidiendo algo de comer, alguna
ropa para cambiar por la que llevaba hecha harapos o dónde poder reposar por
unas horas los huesos mal trechos del camino recorrido, para poder reponer fuerzas
y continuar, porque siempre supo que todos llevaban cargas, arrugas en el alma
y que con el paso del tiempo se quedaban selladas casi a fuego.
Esas
arrugas me han dicho tanto, que podría hablar sin término de las vidas que solo
tuvieron el sol que los calentaba y la luna que, con luz de plata los
iluminaba.
Relato publicado en el Nº 38 de la Revista Pansélinos del mes de marzo. Podéis descárgala gratis, pinchando aquí
Nani, marzo 2025