Empezaba
la ciudad a desperezarse, con un poco de prudencia y un tanto de recelo. No
todos cumplían el protocolo y el miedo de los más cautos y de riesgo, se
difuminaba o se percibía por debajo de las losas de la acera, en las esquinas
de las plazas, en el puerto junto a las barcas de los pescadores o el paseo
marítimo. También en los parques infantiles que deprimidos, lloran en silencio
porque les faltan las risas y jolgorio de los que no entienden el vallado de
sus mecederos, toboganes o recovecos por los que empiezan a encoger el ama al perderse,
de las miradas paternas.
Con
pena ve madrugar a los más responsables que enfundados en sus mascarillas,
guantes y responsabilidad adherida al cinturón e incrustada a los bolsillos del pantalón, donde llevan la
tarjeta de crédito con lo que aconsejan se hagan los pagos de lo necesario para
la semana y la respiración entrecortada. También observa a los barrenderos y a los
que después llegan con la desinfección de las calles, enfundados en esos buzos
horribles, donde disimulan las lágrimas que se enganchan a las gruesas gafas
protectoras que a veces empañan y no acaban de ver lo sucio que el mundo les
muestra.
Ve
al ejecutivo que enfundado en su traje, corbata y maletín de piel en la mano,
se abre paso altivo y desafiante, gritando a los humildes trabajadores que
con dinero nada pasa y puede que la suerte les proteja, porque es bien sabido
que “al perro flaco todo se le vuelven
pulgas”, aunque eso nunca se sabe.
La
ciudad gusta mucho de gente sencilla, alegre y despreocupada e incluso muy
preocupada por su vida, por la fasta de trabajo y por lo rutinario del ser
humano. Y la gente normalita siente lo
mismo por la ciudad, siempre que le acoge con ese amor, pero claro, ya es sabido
que la economía, los dividendos y el bla, bla, bla, suele mandar desplazando al humilde.
La
ciudad últimamente y con este recogimiento, ha podido pensar tranquilamente,
sin el estridente tráfico, la contaminación que la asfixia y tantas cosas que
en estos meses la han dejado regenerarse y sobre todo meditar. Pensaba que todo
podía cambiar y la gente llegaría a ser más feliz, porque se respetaría más, se
demostraría mucho más afecto y mucha más empatía, pero ahora lo duda después de
escuchar a unos policías comentar que un grupo de inconscientes había estado de
botellón y cuando los dispersaron y tuvieron que obligarles a hacer cuarentena,
ellos les insultaron, tras darles una charla con el protocolo que
debían seguir durante la cuarentena y luego al terminarla. Ellos muy frustrados
comunicaron: “Todo parece que les da lo mismo, no había nada más que pudiéramos hacer”.
#52RetosLiterup
Nani.
Junio 2020