Fui
una niña feliz, con muchas carencias como casi todo el mundo que vivía en el
medio rural en aquella época, pero feliz y querida. Debía ayudar en las tareas
antes de ir al colegio sobre todo. Vigilar a los animales del establo, ponerles
agua y comida hasta que papá y mamá terminaban las tareas del campo y entonces les
tocaba a ellos arreglar las zahúrdas de los animales, limpiar a fondo y si era
necesario, añadir pan duro, trigo, mondas y todo lo preciso para su crianza y
por último, visitaba a mi compañero de
juegos y de vida. Ramiro era el burro que acompañaba a mi padre a la ciudad,
cuando llevaba los huevos de las gallinas al mercado, el queso de cabra y las
aceitunas aliñás que las señoras del pueblo encargaban. A cambio volvía con las
alforjas de Ramiro llenas de telas que mamá convertía en camisas y vestidos,
delantales y manteles para la mesa de la cocina, algún pescado en salazón y
a veces, un caramelo o cualquier regaliz
que le regalaba D. Vicente el farmacéutico, cuando dejaba algunos de los
encargos de su señora.
Cuando
cumplí los ocho años y Ramiro empezó a ponerse viejito, papá decidió ir a la
ciudad con Baldomero, el caballo pecherón que le ayudaba en las tareas del campo
y a Ramiro lo dejó en casa para que fuera el compañero de juegos de mis
hermanos y mío, aunque fui yo la que le disfruté
hasta el día de su partida. Cuando salía del colegio me lo llevaba hasta
el arroyo cristalino y cuando se veía reflejado en alguna charca, pateaba el
agua como si reconociera algún hermano y al final, terminaba bañado y yo con
él. Le encantaba que nos adentráramos en los campos de amapolas. Las olía, las
besaba y las acariciaba con sus enormes orejas. A veces en la hierba fresca de
verano, nos tumbábamos y las siestas eran nuestra más reconfortante tarea. Yo
posaba mi cabeza en la suya y otras en su barriga. Leía en voz alta para que me
escuchara. Sabía que mis cuentos le gustaban tanto como a mí, después fueron
los libros e incluso las ecuaciones; si no era a su lado no conseguía
resorberlas. Papá y mis hermanos me decían para hacerme rabiar, que se me iban a poner las orejas de burro, pero
nunca me enfadé por ello y aunque no sabía cómo responderles, hoy les diría que
a mucha honra si así hubiera sucedido. Ramiro me enseñó a ser paciente,
cariñosa, agradecida y sobre todo a abrazar; con él empecé y seguí toda mi vida
abrazando y hoy cuando vuelvo a hacerlo, no puedo por menos ver a Ramiro
agradecido (nunca sumiso como dicen que son algunos animales que viven junto a
nosotros) e incluso, pude observar como lloraba cuando nos dolió algo cercano.
Nunca olvidaré sus últimas lágrimas. Sé que le apenaba irse para siempre y
dejarme sin su compañía, sin su dulce, suave
y mullida almohada, que fue la que me hizo saber del amor y de la
gratitud.
#hiatoriasdeanimales
Nani.
Octubre 2019