Cerca
de primavera sembré como todos los años,
las petunias y la hortaliza en el pequeño jardín que tengo detrás de casa. Todos
los días a las ocho de la mañana regaba, asentaba un poquito la tierra y
abonaba el día que tocaba con el fin de que mis plantas tuvieran todos los nutrientes
que mi querido amigo semillero, me recomendaba. Pasado unos días empezaron a
asomar los brotes y entre ellos, algo que creí eran lombrices. Me acerqué para
asegurarme y con ayuda de mi pequeña pala, levanté la tierra. No se trataba de
lombrices, sino de una especie de feto, oscuro y peludo que no medía más de cinco centímetros. Cuando le tenía en mis
manos emitió un sonido que se me clavó en el alma y sin saber cómo reaccionar,
lo volví a dejar sobre la tierra. En ese momento, el sonido se convirtió en una
especie de llanto y ya no pude evitar recogerle y llevarlo conmigo dentro de
casa. Como pude, improvisé una especie de pañal y lo recosté en la cunita de
muñecas que tenían mis nietas. Allí se quedó dormido y estuvo casi una jornada
sin apenas moverse. Yo le daba vueltas porque la verdad es que estaba inquieta
y a la vez, muy intrigada. Pasados día y medio, despertó llorando como si se
tratara de un bebé e imaginé que tendría hambre, así que calenté una poca de leche
y con ayuda de una cucharita de las muñecas, le fui introduciendo el líquido en
su boquita grande para su tamaño y
empezó a calmarse. Al final se quedó dormido de nuevo y así fueron pasando los días y mi pequeño o lo que fuera;
creciendo. Al cabo de un mes dormía en mi sillón favorito y pasados cinco
meses, en la cama de mis nietas. Comenzó a andar con dificultad porque aunque
tenía apariencia de humano, no llegaba a serlo y no me atrevía a llevarlo al
médico o al veterinario, por si acaso me
lo quitaban, ¡ya me había encariñado y como no causaba molestias, fuimos conviviendo
y nos dimos compañía y cariño! Cuando hacía el pedido de la semana, le decía
que se quedara en casa y obedecía, creo que intuía que los seres de fuera
podían causarle problemas y por sus maneras de actuar, se le veía feliz en
casa. Los domingos de primavera y otoño, hacíamos un especial en el patio,
siempre con precaución porque cada día estaba más grande y los vecinos podían
asustarse. Cuando cumplió cinco años, descubrió el espejo que tenía para
depilarme las cejas y se pasaba las horas sentado en el césped del jardín,
viendo su cara, enseñando sus dientes y haciendo cucas monas. Más tarde
aprendió a maquillarse y a colocarse mi sombrero de paja. Con aquellas cosas
era feliz, hasta que un día el señor Damián lo descubrió. Dijo que un animal de
aquellas dimensiones no podía convivir conmigo, que un orangután no puede estar
en un jardín, pero le convencí de que no era un orangután, sino un ser nacido
de la tierra que me hacía compañía y que me ayudaba a que mi vida fuera más
divertida, mientras mis hijos y nietas volvían de Groenlandia en dónde vivan
desde hacía ya, los cinco años que tenía mi amigo Federico. Cuando volvieran,
ya veríamos como lo hacíamos, pero desde luego no iba a permitir que me
quitaran a mi amigo del alma. Ellos marcharían a Groenlandia o a Cincinnati y volvería
a quedarme otra vez en las mismas circunstancias, así que no iba a permitir que
me dijeran con quien iba a convivir el resto de mis días. Además pregunto yo:
¿Se diferencia mucho un orangután de algunos energúmenos de los que habitamos
la tierra? Pues eso…
Nani.
Julio 2020